lunes, 21 de marzo de 2011

Los Pazos de Ulloa. Emilia Pardo Bazán

Porque creo que uno debe escoger la lectura y no leer "por obligación", para aquel que lo necesite, edito un resumen de esta magnífica novela de Emilia Pardo Bazán, resumida por capítulos; ahora bien, recomiendo su lectura pues las descripciones de paisajes y personajes son buenísimos. De todas formas, también incluyo un resumen global, mucho más escueto, al final.

LOS PAZOS DE ULLOA. ESCRITORA: EMILIA PARDO BAZÁN.

RESUMEN POR CAPÍTULOS


Capítulo I.

Julián, joven sacerdote, que procede de Cedre, va en busca de los Pazos de Ulloa puesto que, por recomendación del Señor de La Lage, tío de don Pedro Moscoso, se va a encargar de administrar la Hacienda del marqués de Ulloa. Pregunta a varios campesinos cómo llegar hasta allí ya que el camino es abrupto pero ninguno de ellos le indica con claridad. Finalmente se encuentra con el marqués, su criado, Primitivo y con el abad de Ulloa ya que los tres estaban por allí de cacería, junto con los perros del marqués.

Capítulo II.

Llegan por fin, ya anochecido, a Los Pazos de Ulloa, ya en su cocina encuentran a dos mujeres: una joven y otra mayor. La anciana, en cuanto ellos aparecen y después de dar las buenas noches, desaparece, al mismo tiempo que el marqués se encara con la mujer más joven diciéndola que bien sabe que él no quiere pendones en su casa. La mujer le dice que la anciana tan sólo estaba ayudándola a pelar castañas. Antes de que el amo se enojase más, Primitivo, el padre de la joven mujer, Sabel, la regañó diciendo que se apresurase a darles de comer a ellos y a los perros. Entre los perros, el capellán pudo observar a un rapazuelo de corta edad que se mezclaba con ellos, de tal forma que bien podría parecer ser uno más. Al intentar coger un pedazo de carne, una de las perras muerde al pequeño en la manga de su chaquetón. El niño asustado llora y Julián le coge en brazos, regañando a la perra. El marqués coge al niño y le dice que no se tiene que asustar y tampoco acercarse tanto a los perros cuando comen. Le dice que tiene que ser valiente y le da de beber vino ante la atónita mirada de Julián quien dice al marqués que no dé de beber tanto vino al chiquillo porque le puede hacer mal, pero siguieron dándole de beber, incluso el abad y su propio abuelo, hasta emborracharle totalmente. El joven sacerdote se sentía también incómodo ante la presencia de Sabel, a la cual encontraba muy atractiva. El niño, sin duda, se parecía a ella.

Capítulo III.

Julián se aloja en la habitación que, hasta hace poco, había habitado el abad de Ulloa. La encontró muy sucia e incluso con telarañas. Ni siquiera había una jarra con agua y una toalla para poder lavarse. Al llegar Sabel con el desayuno la reprendió por no llamar, antes de entrar, a la puerta y la pidió que limpiase la habitación. También le dijo que no estaba bien que permitiese que emborrachasen a su hijo pero ella le dijo que no quería oponerse a su padre. Al capellán le dejó perplejo que el mismo abuelo del niño actuase así. También le contrarió el no poder dar misa, tal y como era su deseo, ya que, según comentó Sabel, el abad se había llevado las llaves y no sabía cuando las traería. Lo que sí le gustó fue, al abrir la venta, la contemplación de la gran extensión de tierra, con sus campos de cultivos y sus árboles. El joven sacerdote, guiado por Sabel, fue allí en busca del marqués. Por la huerta andaba correteando Perucho, sin huella alguna de la borrachera que pilló la noche anterior. Al capellán se le hacía difícil de comprender la naturaleza. Más tarde el marqués llevó a Julián al despacho, una pequeña habitación con olor a humedad, que hacía las veces de archivo, el cual se hallaba muy desordenado. Quedaron en, entre los dos, ordenar los papeles, comenzando al día siguiente pero al descubrir el criado Primitivo a unas perdices comiéndose lo cultivado el marqués optó por ir a cazarlas olvidándose para siempre de los papeles dejando al capellán sólo en ese menester.

Capítulo IV

El joven sacerdote, a fuerza de trabajo y paciencia, logró ordenar y clasificar libros y documentos. Lo más difícil era entender las cuentas que, con anterioridad, había llevado a cabo el abad de Ulloa, su predecesor en el cargo. Eran ininteligibles para él. Al verse desbordado inquirió al marqués para que contratase los servicios de un abogado que pudiese esclarecer algunos documentos de gran importancia. Don Pedro le comentó que ya había pensado en ello y así quedó la cosa. En este capítulo se narra la historia de la familia del marqués, el cuál quedó huérfano de padre siendo muy niño y al cuidado de su tío Gabriel, hermano de su madre, que marchó al Pazo a vivir con ella para cuidar de la hacienda y de su sobrino. Era un hombre que gustaba de la buena vida y de la caza y así enseñó a su sobrino. La madre, por el contrario, era una mujer que gustaba guardar monedas de oro, motivo por el cual, un día, en ausencia de su hermano e hijo, veinte bandidos entraron al Pazo y robaron las monedas que ella tenia escondida, después de intimidarla. A consecuencia de ello, del susto, el antiguo administrador y ella misma murieron poco tiempo después dando lugar a que don Gabriel llevase a vivir al Pazo a Primitivo y a su bella hija, Sabel; al uno como montero mayor y a la otra como criada. Años después y antes de morir, don Gabriel se casó con la hija del carcelero de Cebre yéndose a vivir allí y dejando a sus tres hijos los bienes que, en justicia, correspondían a don Pedro, dejando a éste prácticamente en la ruina al tener, incluso, hipotecado el Pazo. Ahora bien, lo que más sorprendió al capellán fue un pleito interpuesto por el padre de don Pedro, contra el, al parecer, verdadero marqués de Ulloa que residía en Madrid.

Capítulo V

Julián intentaba aprender todo lo que podía acerca de las faenas del campo, las bodegas, el horno, etc., y planteaba algunas reformas que nunca eran bien recibidas por parte de Primitivo que era quien siempre le acompañaba. El marqués se mantenía al margen de todo ello, dedicándose a la caza, ferias y a las visitas de otros señoríos. Pronto se dio cuenta el capellán que el que mandaba realmente allí era Primitivo, el criado, y no el marqués.
El capellán, viendo como el pequeño Perucho se criaba, viviendo entre los animales de la hacienda, decidió encargarse de su instrucción, lo cual hacia por las noches, en la cocina, con el fuego de la chimenea, a pesar de la resistencia del pequeño en aprender el abecedario y los números. Algunas mujeres, las comadres, acudían allí para hablar con Sabel mientras asaban castañas o hilaban. Sabel les daba un cuenco de caldo a cada una de ellas y estas, a cambio, la adulaban. De entre ellas siempre era la última en marcharse una mujer muy anciana, de gran fealdad que al capellán se le antojaba tenía aspecto de bruja, llegándole a recordar, al verla junto a Sabel, un cuadro que representaba las tentaciones de San Antonio en el que aparecía una hechicera y una bella y sensual joven con pezuña de cabra. Al joven religioso le importunaba que Sabel se le insinuase constantemente. Finalmente decidió dar clase al muchacho en su habitación. Observando la gran suciedad que el niño tenía decidió lavarle la cara y el pelo, hasta que quedó limpio. Era una niño tan bonito que parecía un ángel. A partir de ahí, todos los días le lavaba antes de darle las lecciones; ahora bien, nunca se atrevió a lavarle el resto del cuerpo. El niño no avanzaba en el aprendizaje, más bien lo contrario ya que se dedicaba a jugar con los objetos que había en la habitación del capellán. Sabel, aprovechaba para subir allí y seguir insinuándose al sacerdote, llegando incluso a ser amonestado por éste por ir vestida de forma inadecuada. Ante la insistencia de Sabel, Julián optó porque nunca más fuese ella quien subiese a su habitación, que lo hiciese cualquier otro criado del Pazo. Finalmente tuvo que ser él quien asease su cuarto y se subiese el agua pues ningún criado estuvo dispuesto a hacerlo. Empezó a sentir que, ante los ojos de Primitivo, él sobraba en el Pazo.

Capítulo VI

Julián tan sólo hizo amistad con otro clérigo, don Eugenio, el joven y alegre párroco de Naya. Su relación con el abad de Ulloa no era muy armoniosa ya que éste pensaba de él que era un afeminado y, por su parte, el joven capellán pensaba que dicho abad era demasiado dado al vino y a la caza.
Invitado por don Eugenio fue a Naya a pasar el día del patrón, san Julián. Asistió encantado a la procesión y a la misa y contempló el baile de la muñeira de los mozos y mozas lugareños. De pronto Julián avistó a Sabel que danzaba entre ellos. El saberla allí le aguó la fiesta.
Después del baile todos los clérigos pasaron al comedor dispuesto para ellos. Allí se encontraba, entre otros, Máximo Juncal, médico de Cebre, y el cacique conocido por Barbacana, quién representaba a los conservadores y era bien visto por los eclesiásticos. Este hombre era el rival político del cacique Trampeta, de ideas más democráticas, y bien considerado por los unionistas, pero mal visto por el clero. De los preparativos de la suculenta comida, un total de 26 platos tradicionales, se había encargado el ama del cura de Cebre.
Después de comer y beber, los comensales se dedicaron a platicar sobre cuestiones teológicas y políticas, dando lugar a algunas discusiones. En esas estaban cuando llegó el marqués de Ulloa acompañado por sus perros, tal y como había dicho, para tomar una copa con ellos a los postres. Poco después partía de nuevo de cacería acompañado por uno de los comensales, el señorito de Limioso que, como siempre, había llevado escopeta y morral. Una vez marcharon, el resto de los comensales comenzó a hablar de la bella Sabel en un intento de relacionarla con Julián. Este se enfadó y el otro cura, Eugenio, le invitó a dar un paseo por la huerta. Una vez allí el párroco de Naya dijo a Julián que no se habían metido con él por maldad sino en broma y que también lo hacían, frecuentemente, con él y sus primas. No había que tomarlo a mal. Lo importante era tener la conciencia tranquila. Sin embargo el joven capellán insistía en que no sólo había que ser bueno sino parecerlo. Los clérigos debían dar ejemplo y no podían bromear con la honestidad y la pureza.
Julián pregunta a don Eugenio si cree o ha escuchado que se piense que él y Sabel mantienen relaciones pecaminosas y éste le dice que no y que además el marqués no lo iba a consentir pues está amancebado con ella. Se le hace extraño, e incluso ríe notoriamente por ello, que él, viviendo en el Pazo no se haya dado cuenta de ello. Julián le dice que no, que si lo hubiese sabido no se habría quedado allí pues, con su permanecía en el Pazo, parece aprobarlo. También se entera de que Perucho es el hijo ilegítimo fruto de esa unión. Julián demuestra ser un ser sin malicia alguna.


Capítulo VII

Al volver al Pazo el joven párroco se encuentra ante una terrible escena. Sabel está en el suelo llorando, al igual que el pequeño Perucho. El marqués, celoso, la ha agredido con la culata de la escopeta, la reprocha el que haya estado en la romería, bailando con los mozos y la reclama, a modo de pretexto, que no haya hecho la cena. El niño, en la disputa, también ha resultado herido en la frente. Al darse cuenta de ello, su padre, lanza una blasfema y dice a Sabel que le cuide bien. La mujer se enfrenta a él y dice que se va a marchar de allí y que busque otra que haga la cena. El sacerdote interviene, sin éxito. El marqués está encolerizado y en ese momento aparece Primitivo que pone orden diciendo a la hija que haga lo que dice el marqués. Esta, obedeciendo al padre se remanga y coge una sartén. En ese momento entra Sabia, la anciana que se asemeja a una bruja a los ojos de Julián, con leña para encender el fuego. Julián intenta apaciguar al marqués llevándole a dar una vuelta por la huerta. Una vez en ella el capellán dice que no puede seguir allí si mantiene esa pecaminosa relación con Sabel. El marqués le cuenta que no es fácil deshacerse de ella e incluso que lo intentó una vez y que tuvo que mandarla llamar de nuevo. El padre, Primitivo, es realmente quién manda allí y el marqués así lo reconoce. Dice que tiene atemorizadas al resto de las mujeres impidiendo así que trabajen para el marqués si este echa a su hija y que, además, es un hombre capaz de cualquier cosa. Don Pedro sabe que todos viven a costa de él y que el criado le roba pero también dice que necesita de Primitivo para todo y que éste nunca dejaría que nadie ocupase su puesto, llegando incluso a matar. En pocas palabras, el marqués se ve atado de pies y manos, a merced de Primitivo y, por ende, de Sabel.
Julián, entonces, le recomienda que salga de los Pazos, que vaya a la ciudad. Le dice que puede que en ese tiempo Sabel se case con algún aldeano y que, por otro lado, el marqués encuentre una digna esposa para él. De pronto escucharon un ruido y el marqués se dio cuenta de que Primitivo les había seguido y escuchado la conversación.

Capítulo VIII

Julián se preparaba para el viaje cuando, de repente, el marqués entró en su habitación muy bien vestido, diciendo que se apresurase porque ambos iban a ir a Santiago, a visitar a su tío, el Señor de La Lage y a sus primas. Para ello irían, respectivamente en la yegua y burra hasta Cebre y de allí cogerían la diligencia. En ese momento entró Primitivo, con rostro siniestro, diciendo que ni la yegua ni la borrica estaban preparadas: la primera porque estaba sin una herradura y la segunda porque había sido herida con dos puñaladas. Capellán y marqués fueron junto con Primitivo al establo para comprobarlo y allí, el marqués, golpeó al rapaz que la cuidaba. Éste no cesaba de mirar a Primitivo que permanecía impasible. El marqués sospechó que todo había sido urdido por el criado para impedir el viaje. ¡No lo iba a conseguir! El marqués estaba dispuesto a marcharse y mandó a Primitivo que cogiese los bultos: irían caminando. Este, en lugar de hacerlo, ordenó a dos criados que los cogiesen diciendo que él no podía ir porque tenía mucha faena en los campos que sólo él sabía mandar hacer. Por su parte Sabel nada dijo de la partida. El marqués cogió su escopeta y partieron. Por el camino, entre los matorrales, don Pedro, como buen cazador, notó que alguién estaba al acecho y pudo observar como una escopeta estaba a punto de disparar al capellán. Por su parte él cogió la suya dispuesto a disparar al tiempo a aquel que estaba escondido. Dándose cuenta de ello, el emboscado, cejó en su empeño. Al momento salía de entre los matojos Primitivo. El capellán pensó que, finalmente, había decidido acompañarles y, cuando le preguntó al criado, éste dijo que, en efecto así era. El marqué le pidió que le diese la escopeta, pretextando que él no tenía cargada la suya. No se fiaba de él, aunque lo disimuló.

Capítulo IX

Llegaron a Santiago, a casa del Señor de La Lage. Sus primas abrieron la puerta, a pesar de no estar arregladas para recibir visitas, ya que los criados, a pesar de haber sonado en dos ocasiones la campanilla, no habían acudido a abrir. Enseguida una de ellas le reconoció diciendo que era el primo Perucho. Llamaron a su padre que le recibió con gran alegría y mandó a sus hijas que se presentasen de una a una a su primo, saludándole con un beso. Una de ellas, Marcelina, familiarmente llamada Nucha, sentía vergüenza y fue su padre quien la empujó hacia el primo. Después cada una de ellas marchó a retocarse y a preparar la habitación del marqués ya que él se alojaría allí y no en la posada. El padre, mientras hablaba con él pensó en lo conveniente que sería casar a una de sus hijas con su sobrino. Él prefería que sus hijas quedasen solteras antes que casarse con un hombre que, a pesar de tener dinero, no fuese de su linaje. De entre todas sus primas la que más gustaba al marqués era la mayor, Rita. Veía en ella un digna madre de sus hijos legítimos. Por su parte, Rita, habló a su primo de enseñarle la ciudad de Santiago: la catedral, la Alameda, el casino, la universidad, etc.

Capítulo X

Don Pedro paseaba por la Alameda con sus primas y con su tío y, de esta forma, pudo comprobar como las jóvenes tenían pretendientes. Manolita, al parecer, era pretendida, con la aprobación de su padre, por don Víctor de la Formoseda; por otro lado Carmen quería casarse con un joven estudiante de medicina, hijo de un herrero, en contra de la voluntad de su padre. En cuanto a Nucha, según opinaba el marqués, ningún hombre estaba interesado en ella.
Él tenía intención de pedir en matrimonio a Rita pero, por otro lado, había observado que ésta gustaba de coquetear con los hombres que la miraban y, a fin de que no le diesen “gato por liebre”, como decía él, preguntó a Julián, que se había criado en esa casa al ser su madre el ama de llaves, que le hablase de Rita y de lo que de ella se decía.
El capellán le dijo que aunque algo supiese de alguna de ellas no lo diría por el agradecimiento que debía a esa familia. Ante la insistencia del marqués, Julián le recomendó se casase con Nucha, según él era la mejor de todas las hermanas.
Al continuar con sus dudas, el marqués optó por prestar atención a los comentarios que en el casino se hacían acerca de sus primas y escuchó uno que decía que las mujeres como Rita no encuentran fácilmente novio en Santiago y que terminan casándose con forasteros.

Capítulo XI

En casa del Señor de la Lage, incluidos los criados, todos pensaban en cuando el marqués pediría la mano de su prima Rita. Un día las primas se dispusieron a subir al desván para limpiarlo de polvo y Rita fue en busca del primo para que las ayudase. Apenas podían moverse sin darse con el techo y don Pedro tuvo que permanecer sentado en una silla. Sus primas aprovecharon para disfrazarle con un sombrero de tres picos y con una chupa de flores azules y amarillas. Éste, a modo de juego, se dispuso a vengarse persiguiéndolas, en la penumbra, a gatas. Bajaron por la escalera y el marqués, detrás de ellas. Siguiendo con el juego y pensando que Rita se hallaba allí, don Pedro empujó la puerta de una habitación hasta hacer que cayeran dos sillas que la contenían. Avanzó alargando las manos para, en la oscuridad, no tropezar con los muebles y finalmente alcanzó un cuerpo al cual abrazó. Notó que la joven se resistía y que, llorando, pedía ayuda. Se dio cuenta de que no era Rita sino Nucha y la soltó pidiéndola dejase de llorar. Esta le afeó su conducta y dijo que si la repetía se lo diría a su padre, el cual no había pensado en que no estaba bien que su primo permaneciese en su casa, habitando ellas allí.

Don Pedro indagó en el casino acerca de la verdadera fortuna de su tío y comprobó que la dote de las primas provendría de una tía que tenían en Orense, doña Marcelina, madrina de Nucha. Finalmente y ante la sorpresa de su tío, el marqués pidió la mano de su prima Nucha. En un principio el Señor de La Lage intentó persuadirle para que cambiase de opinión y escogiese a Rita pero fue inútil. Según comentarios las hermanas no se hablaban entre sí pues Rita acusó a Nucha de quitarle el novio. Rita marchó a Orense a casa de su tía. La pareja se casó en agosto, una vez llegó la dispensa pontificia. Nucha recibió, desde Segovia, el regalo de su querido “niño”, su hermano pequeño Gabriel. Se trataba de una sortija que puso en el mismo dedo al que, después, pondrían el anillo de casada en la iglesia. Después de dar un refresco para los invitados, el padre acompañó a la novia hasta la habitación nupcial. La madre del capellán, Misia Rosario, iba alumbrando el camino con un candelabro de cinco brazos. Al quedar sola en la habitación Nucha sintió miedo y se dispuso a rezar, como todas las noches. Momentos después se abrió la puerta.

FIN DEL TOMO PRIMERO

TOMO SEGUNDO

Capítulo XII

Poco después de la boda el marqués encomendó al capellán la misión de adelantarse e ir a “la huronera”, como llamaba don Pedro a Los Pazos, para preparar todo para la llegada de los recién casados. Le advirtió, eso sí, de que tuviese cuidado con Primitivo, el cuál era capaz de cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Julián emprendió el viaje y en Cebre le esperaba Primitivo para acompañarle a Los Pazos de Ulloa. A Julián le sorprendió encontrar al hombre sumiso y respetuoso, sin muestra alguna de rencor o enojo. Por el camino el criado fue hablando de cómo, por culpa del mal tiempo, no se habían podido realizar las faenas agrícolas. Al pasar por el Crucero del camino, el capellán, para sus adentros, agradecía a Dios que, a través de él, hubiese conseguido que en Los Pazos hubiese un matrimonio cristiano donde, tan sólo un años antes, sólo había vicio y malas pasiones. Al momento escucharon la jauría de perros del marqués que salía a recibir al montero mayor, Primitivo. Perucho, su nieto, iba con ellos, pero el montero no dio la menor muestra de afecto por él. Al llegar al Pazo, en la cocina, encontró a Sabel, como siempre, cocinando. Todo estaba en orden y no había allí ninguna de sus comadres. En la cena, Primitivo, dio toda clase de explicaciones de lo ocurrido en la hacienda al capellán.
Julián se sorprendió cuando no escuchó objeción al decir que los recién casados traerían una nueva cocinera, motivo por el cual Sabel tendría que irse del Pazo. Muy por el contrario Primitivo dijo que él mismo pensaba pedírselo al marqués ya que su hija quería casarse con un gaitero de Naya, el Gallo, e irse a vivir allí con él. Para sus adentros el capellán dio gracias a Dios, nuevamente, por alejar el peligro del Pazo de Ulloa. Esa misma noche escribió al marqués contándole las buenas nuevas. Entretanto la administración real de la hacienda seguía en las manos de Primitivo aunque ya no ponía ninguna objeción a las ideas de renovación o cambio que él proponía y que, a la hora de la verdad, no se realizaban, dilatándose en el tiempo porque, como decía el criado: “una cosa es decir y otra hacer”. El capellán observó como gente de diferentes lugares de la comarca venía a hablar con Primitivo pero el, con tal de que Sabel se marchase, hacia la vista gorda. Un día fue a hablar con su amigo, el abad de Naya y éste le comentó que la reina había huido a Francia y que se había constituido un gobierno provisional.

Capítulo XIII

Don Pedro ya estaba hastiado de vivir en la ciudad y quería marchar cuanto antes a su Pazo. No soportaba ya vivir en casa de su suegro y menos aún que éste, que pretendía se quedase a vivir en Santiago, yendo sólo al Pazo los veranos, quisiese dirigir su vida. Su único entretenimiento era discutir con su suegro o ir a jugar al casino. Por ello decidió regresar a su huronera. Envidiaba a su suegro, por sus amistades, por su elegancia, por su respetabilidad. Todo ello parecía satirizar la forma de vida que él llevaba en los Pazos. Maliciosamente se alegraba de los disgustos que la relación de su prima Carmen con el joven estudiante causaban a su tío y suegro. Pero las peores discusiones entre ambos eran las originadas por sus opiniones políticas, tan diferentes.
Don Pedro, en Santiago, se sentía un don nadie mientras que en los Pazos era el dueño. Para los del casino no era sino el yerno del Señor de La Lage, el marido de Nucha, e incluso investigaron y probaron que no era el verdadero marqués de Ulloa, Grande de España, mediante la Guía de Forasteros. Echaba de menos sus campos, la caza y no se hacia a la vida urbana que, por ende, en esa universitaria ciudad era demasiado intelectual para él.
A finales de marzo, en una madrugada muy fría, el matrimonio partía hacia los Pazos de Ulloa. Llegaron a Cebre y allí les esperaban Primitivo y Julián. El criado había llevado una yegua para el marqués y una mula para su esposa. Al reparar en ello el marqués preguntó por qué no había llevado la borrica, sospechando de las malas intenciones del criado. Éste contestó que tenía mala una pata.
El marqués preguntó a Nucha si ésta sabría montar en la mula o si tenía miedo a caerse. Ella dijo que sí se atrevía pero que, y acercándose a él le habló al oído, terminando de esa forma la frase. El rostro del marqués se lleno de sorpresa y alegría y diciendo a su esposa que entrase en la posada y esperase allí sentada, marchó, acompañado de Primitivo, en busca de una dócil borriquilla en la que pudiese montar su esposa. Era la de la esposa del juez de Cebre. Don Pedro cogió en brazos a su esposa y la montó en ella, cuidadosamente.

Capítulo XIV

Al llegar a Los Pazos, y una vez quedó el marqués a solas con el capellán le preguntó si Sabel seguía allí. Julián asintió y le dijo que se habían complicado las cosas puesto que no sólo Primitivo le había jurado que su hija se casaría con el gaitero sino que el mismo abada de Naya, don Eugenio, le comentó que, en efecto, el joven había pedido los papeles. Al duque no le extrañó y vió en ello “la mano” de Primitivo, el cual por algún extraño motivo no quería que su hija casase con el joven a pesar de que ella así lo deseaba. Julián también le comentó al marqués que habían asentido a todo lo que el decía, a lo que don Pedro dijo que sí, pero que luego habrían hecho lo que querian; especialmente Primitivo que, según parecía era, desde que se armó la revolución con la partida de la reina, muy visitado por unos y otros y muy tenido en cuenta por todos; además, al parecer prestaba dinero a réditos. El mismo duque contó al capellán que la burra que consiguió prestada de la mujer del juez, lo fue porque iba acompañado de su criado Primitivo…
Dejaron de hablar del tema y el marqués dijo a Julián que tenía que darle la enhorabuena, dándole a conocer de esa manera que su esposa, Nucha, esperaba un hijo. Sin duda tendría que ser un varón que perpetuase el apellido Moscoso. El capellán dijo que también cabía la posibilidad de que fuese una niña y el marqués no quiso ni oír hablar de ello. Él ya le había dicho a Nucha que tenía que darle un hijo varón. No aceptaba lo contrario. El capellán se sentía satisfecho de haber contribuido a ese matrimonio cristiano del marqués que ahora iba a ser bendecido con un hijo legítimo. Aún así, a veces, al ver como Nucha era tratada por su esposo, el capellán pensaba que la mujer debería haberse metido a monja ya que, según su madre siempre le había dicho, desde pequeña había tenido inclinaciones monásticas.
Sabel seguía allí y el capellán veía el peligro que esa mujer representaba para la fiel esposa del marqués. El padre y ella se habían arraigado en el caserón como una familia paralela a la legítimamente constituida por don Pedro. A éste no parecía importarle y, por lo tanto, Julián nada pudo hacer para echarlos de allí y aún menos cuando la cocinera que había traído de Santiago decidió regresar a la ciudad. Sabel volvió a ocupar su puesto. El capellán temía que Nucha se enterase de la relación de Sabel con el marqués y de que Perucho era hijo de ambos y más habida cuenta que la marquesa gustaba recorrer todo el Pazo.
La marquesa había notado que las gallinas no ponían huevos, lo cuál se la hacía muy extraño. Decidió vigilar y de esa forma pudo comprobar que un rapaz era el que se encargaba de cogerlos según eran puestos. Le agarró y, mientras tiraba de él, le regañaba diciendo que iba a darle unos cuantos azotes en el culo. Por fin pudo sacarle y comprobó que los huevos se habían roto. Al mirarle a la cara vió lo guapo que era el chiquillo. El capellán, que iba con ella, pretendió hacerse cargo de él pero ella no quiso y, por el contrario, le preguntó quién era aquel rapaz con esos ojos tan bonitos. Julián le contestó que era el hijo de Sabel. La duquesa se extrañó comentando que no sabía que la cocinera estuviese casada. El capellán le dijo que no lo estaba y que eso, en las aldeas, no era muy inusual.
Nucha, a fin de que el rapaz se estuviese quieto pidió al capellán una moneda de dos cuartos y se la dio al chiquillo, consiguiendo de esa forma que el niño dejase de tenerla miedo. Al preguntarle el nombre el rapaz dijo llamarse Perucho por lo que la marquesa, al darse cuenta de que así se llamaba su marido, exclamó que de seguro que el niño era ahijado de éste. El capellán, sin saber que decir, afirmo que así era, en efecto.
La marquesa le preguntó que qué hacía con los huevos que robaba y el rapaz dijo que se los vendía a las mujeres, en la aldea. Acordaron que a partir de ese día se los vendería a ella. Nucha dijo que había que comprarle unos pantalones y unos zuecos y que, asimismo, hablaría con Sabel para que lavase al rapaz todos los días y que el niño tendría que volver a recibir clases impartidas por el capellán (a pesar que éste la había explicado que nada consiguió con ello) o ir a la escuela. Julián sintió temor.

Capítulo XV

Los señores de Mosocos se dedicaron a hacer visitas a la aristocracia circunvecina. Él en la yegua y ella en la borrica. Les acompañaba el capellán, montado en una mula así como un par de criados, que iban andando, vestidos con ropa de domingo. Iban para tener mano de las monturas cuando los señores se bajasen de los animales. En primer lugar fueron a visitar al juez de Cebre. La esposa del juez, sorprendida por la visita, tuvo que vestirse apresuradamente para la ocasión, haciendo que su moño postizo no estuviese bien colocado y que, en lugar de zapatos, sus pies llevasen babuchas. Después marcharon a Loiro, a visitar al arcipreste y a la hermana de este. El arciprestazgo apenas tenía tierras a causa de la desamortización. A Nucha le pareció gracioso, y asi lo comentaría en el viaje de vuelta a los Pazos, la mesa en la que comían el arcipreste y su hermana, al tener dos escotaduras, una frente a otra, sin duda para albergar los grandes estómagos de sus habituales comensales. Hasta el capellán lo encontró divertido.
Al día siguiente fueron a ver a las señoritas de Molende y a los señores de Limioso. Nucha se contrarió al saber que las señoritas de Molende no estaban ya que, al ser jóvenes, como ella, la recordaban las conversaciones que Nucha mantenía con sus hermanas.
Llegaron al Pazo de Limioso, el más viejo y de más linaje de la comarca. Estaba muy cerca del inaccesible Pico Leiro. El Pazo se hallaba en estado de abandono y ruina por lo que, de lejos, parecía no estar habitado. Al llegar allí salieron a recibirlos un mastín y dos perros perdigueros, ladrando con gran esfuerzo ya que todos ellos estaban famélicos. Los perdigueros callaron al reconocer al marqués de Ulloa, de cuando éste iba con su amo de cacería. El mastín no calló hasta que no apareció el señorito de Limioso. Se trataba de un hombre de 26 años que se asemejaba a los retratos de Quevedo. Era un gran cazador y un acérrimo tradicionalista. Sus ropas estaban raídas y remendadas. Era, como suele decirse, un noble venido a menos. Eso sí, conservaba la galantería y buenos modales. Al pasar a la sala, la cual estaba en tan mal y deteriorado estado como el resto del Pazo, Nucha se sorprendió al encontrar a dos mujeres viejas, vestidas con el hábito del Carmen, hilando. Estaban sentadas en sendos tallos (asiento de roble bruto utilizado por los labriegos pobres). Eran las tías paternas del señorito de Limioso. Ambas dejaron de hilar, al mismo tiempo, cuando entró la visita. En el Pazo vivía también el padre pero, al estar inválido y encamado, nadie le veía. Al contacto con ellas, tras saludarlas, a Nucha, se le asemejaban más momias que personas vivas. Indicaron en el cual sentarse la marquesa pero esta, enseguida, comprobó el mal estado en el que estaba y, pensando en la posibilidad de caerse, se levantó inmediatamente. Salieron del desolado y goteroso Pazo sin comentar nada. Sobraban las palabras.

Capítulo XVI

Según se acercaba el nacimiento del futuro Moscoso, su madre confeccionaba más ropita para él. Apenas había cogido mucho peso en el embarazo. Don Pedro, en todo momento, estuvo solícito con ella, llevándola de paseo por los Pazos y cuidándola, llegando incluso a prohibir a Primitivo que cazase por los alrededores para no asustar a la marquesa. El capellán al ver a don Pedro tan cambiado reavivaba aún más su fe en Dios. El capellán tendía a comparar a Nucha con la Virgen María.
Una tarde de octubre, poco antes del anochecer, el marqués regresó aprisa con su esposa ante la inminente llegada del parto. Al decírselo a Julián éste le inquirió si había avisado al médico de Cebre y don Pedro le dijo que había mandado ir por él a Primitivo y, por si este no cumplía el encargo, a otros dos criados. Nucha no había querido que fuese él ya que quería que estuviese a su lado. El capellán armó un pequeño altar colocando unas velas y dos imágenes: San Ramón Nonato y la Virgen de las Angustias. Se dispuso a orar para que todo fuese bien en el parto. Así estuvo durante mucho tiempo hasta que Sabel entró para decirle que el marqués la había ordenado subir para que avisara al capellán que bajase a cenar. Julián preguntó a la mujer si su padre y el médico habían llegado pero ella se limitó a decir que no y que de allí a Cebre había un bocadito.
Al bajar al comedor encontró allí al marqués que comía con hambruna. Le preguntó por Nucha y don Pedro le dijo que estaba con ella su sirvienta y que también Sabel la ayudaba. Al capellán no le pareció tal cosa muy conveniente pero sabía que Sabel entendía de esas cosas. Después preguntó al marqués si este creía que daría tiempo a que el médico llegase y éste, enfadado, dijo que si y comenzó ha hablar de lo melindrosa que era su esposa, tan fina y delicada y de su poco buena constitución para la maternidad, tan distinta a la de su hermana Rita. El marqués se levantó y dejó en el comedor solo al capellán. El sacerdote optó por volver a su cuarto y seguir rezando. Así continuó hasta que le venció el sueño y se acostó vestido en la cama. Despertó, siendo ya de día y bajó a la cocina donde se encontró con Máximo Juncal, el médico de Cebre que llegaba en ese momento. Según él, no le llegó el aviso hasta el amanecer porque, según le dijeron los criados del marqués nadie les abrió la puerta antes. Subió a la habitación para ver el estado en el que Nucha reencontraba y después bajó a desayunar diciendo que iba para largo, asegurándole al marqués que no había ningún peligro. El médico decía que, a la hora del embarazo y el parto, las aldeanas estaban más preparadas para cumplir con la verdadera función de las mujeres: ser madres. Por el contrario, a las mujeres de las ciudades las educaban para llevar corsés, una vida sedentaria y otras cosas que en nada ayudaban para tal misión.
El marqués mientras esperaban hablando y fumando habanos preguntó al médico si su esposa podría criar al recién nacido y éste le dijo que no, que para eso se necesitaba tener un físico más vigoroso. Al parecer Nucha tenía intención de criarlo ella. El marqués pensó en una joven, hija de un arrendatario suyo de Castrodorna, que había parido un par de meses atrás. Iría a buscarla para que amamantase a su hijo, tanto si el padre de la muchacha lo consentía como si no. Una vez salió de allí el marqués, el médico comenzó a hablar al capellán de cómo iba España ya que, a pesar de la revolución, de tanta libertad y derechos de los que hablaban, la única verdad era el feudalismo existente ya que, cuando los señoritos necesitaban algo, iban y lo cogían, aunque fuese a la fuerza. Después Máximo Juncal se excusó con el capellán diciéndole que seguramente él no compartiría sus formas de pensar en cuestiones sociales. El capellán, por el contrario, pensó que a la joven la hacían un favor si la llevaban allí a criar al futuro marqués ya que estaría bien cuidada y no trabajaría. El médico insistió en que no era eso de lo que se trataba sino del derecho al libre albedrío, el no tener que ir a la fuerza por servilismo.
El médico subió a ver cómo seguía el parto. Volvió a bajar y tomando otra copa reanudó su discusión política con el capellán. Al médico le gustaba discutir porque era bueno para su hígado ya que liberaba su bilis retenida, al exacerbarse. Continuaron la conversación hablando de los pecados que pueden cometer los curas a lo que el capellán decía que, al fin y al cabo eran hombre como los demás y para ellos, por sus votos y su creencia, era doblemente más difícil el no pecar. Después hablaron de los caciques que mandaban por la comarca: Barbacana, quién, ayudado por el clero, había conseguido que liberasen a un tal Tuerto que había asesinado a su mujer y al amante de ésta. Al parecer cuando no mandaba él, mandaba un tal Trampeta que era igual de malo o peor. El capellán terminó la discusión diciendo que él no entendía de política y que su preocupación era dar misa, lo cual iba a hacer en ese instante, después tomaría el desayuno. Se levantó y salió.
Llegó la hora de la comida y el parto no se producía. El médico, muy preocupado por la higiene, comenzó a preocuparse. Comió frugazmente y apenas bebió un par de copas para subir y permanecer en la habitación de la marquesa, a su cuidado. El capellán se sintió solo. Llegó la noche y con ella don Pedro trayendo consigo a la “vaca humana”.

Capítulo XVII

Don Pedro Moscoso había llevado, junto con él, a la nodriza encima de su yegua y se sintió decepcionado al ver que su vástago aún no había nacido. Sabel sirvió la cena y el marqués, que hacía tiempo no la veía tan de cerca, observó la lozanía y sensualidad de la mujer que, por otro lado, tanto contrastaba con los terribles dolores que su esposa padecía en otra de las habitaciones de la gran mansión. También reparó en el lóbulo de la oreja de la cocinera que él mismo, tiempo atrás y tras un ataque de cero le había partido en dos.
Mientras cenaban el médico comentó que no le gustaba que Nucha, entre dolor y dolor, durmiese porque podría ser síntoma de síncopes. La encontraba muy débil ya que, además, llevaba 48 horas sin comer. El médico dijo que si al amanecer no veía indicios de que se produjese el parto operaría a Nucha con el instrumental que llevaba en su maletín. Solicitó al capellán que rezase a San Ramón Nonato y éste le contestó que eso había estado haciendo todo el tiempo. Máximo Juncal aprovechó para contar divertidas historias acerca de la relación entre los santos y la obstetricia. Finalmente, vencidos por el sueño, marqués y médicos se dispusieron a echar una cabezada. Por el contrario el capellán permaneció despierto, orando en su habitación, clavándose incluso las uñas de en sus manos, a fin de no rendirse al sueño, muy preocupado por Nucha, a quién tanto afecto tenía, tanto era así que finalmente decidió rezar con una postura más fervorosa, para él, con los brazos en cruz.
Al amanecer y cuando el capellán estaba a punto de desmayarse, escuchó una voz detrás de él que le decía: “una niña”. Era Primitivo. A continuación Julián se desmayó, a causa de la fatiga y del gran dolor que le producían sus articulaciones por el gran esfuerzo realizado en tantas horas ininterrumpidas de oración.
Abajo el médico felicitaba al marqués porque, a pesar de lo duro que había sido el parto, por fin había nacido sin sufrir daño alguno la hija del marqués. Ante el enojo que don Pedro mostraba por el hecho de que no fuese un varón, el médico se limitó a decir que esas cosas no se pueden prever y que, al menos, la mitad de la culpa sería de él y no sólo de Nucha. Ahora lo importante era que la madre se recuperase de tan difícil parto y que la niña se criase bien. Máximo Juncal aún temía por la salud de la marquesa. Iba a subir a la habitación de Nucha cuando Primitivo le dijo que tenía que ver al capellán que parecía estar medio muerto. El médico habló de la estampa tan poco varonil que tenía el sacerdote, al cual ni siquiera le gustaba la caza.

Capítulo XVIII

Durante muchos días Nucha estuvo muy grave por lo que no podía levantarse de la cama. Cuando por fin lo hizo el capellán fue a verla y habló con ella. Piadosamente la mintió diciendo que la encontraba con buen aspecto. Por el contrario la marquesa le dijo a él que le encontraba un poco desmejorado. Le preguntó si había visto a la niña y él contestó que sí, en el bautizo. Hablaron de “la nené” riendo las gracias que la pequeña hacia. Nucha mandó llamar al ama para que les llevase a la niña. La nodriza llegó con ella, llevándola en sus brazos. Estaba dormidita. El capellán la cogió y escuchó las quejas de la madre por no haberla dejado el médico, por esa manía suya de ser tan higienista, de probar a darla el pecho al menos un par de meses. Le dijo que temía que el ama de cría no la cuidase bien y que solo se sentía contenta cuando era ella quien tenía a su lado a su hijita. También le dijo a Julián el gran parecido de la pequeña con su padre. El capellán calló.
Todos los días el capellán iba a visitarla cumpliendo así con uno de los preceptos cristianos hacia los enfermos. El médico iba un día sí y uno no ya que tenía mucha clientela y cuando lo hacia hablaba de política. Hablaba de los desmanes que se estaban llevando a cabo contra el clero: derribar iglesias católicas, libertad de cultos, instaurar capillas protestantes, etc. El sacerdote se limitaba a decir, sin buscar discusión, que esperaba que las cosas se arreglasen.
En las visitas que hacia Julián a Nucha leía en voz alta historias novelescas, poéticas y religiosas. A pesar de su compañía, Julián notaba la tristeza de Nucha. Al perecer venía provocada por las noticias que tenía acerca de su familia: Rita había engatusado a su tía de Orense para que fuese a ella a quien nombrase heredera universal en lugar de a ella, su ahijada. Carmen cada día estaba más enamorada del estudiante de medicina y, si el padre no autorizaba la relación, se rumoreaba que bien pudiera salir depositada. En cuanto a su otra hermana, Manolita, don Víctor de la Formoseda la había dado plantón por una artesana sobrina de un canónigo. El capellán conocía todo esto también, a través de su madre, misia Rosario, el ama de llaves del señor de La Lage. La marquesa tan sólo se reanimaba cuidado a su pequeña hijita. Prefería ser ella quien lo hiciese, dejando al ama la única misión de alimentarla. Su niñita era demasiado delicada para ser tratada en la forma en que las mujeres de Castrodorna crían a sus hijos. El médico, de todas formas, decía que sin tanto cuidado seguramente crecería más fuerte, ciñéndose a la teoría de Darwin cuyo libro “El origen de las especies” estaba leyendo.
El capellán era testigo de todos esos cuidados y, de esa manera, fue conociendo todos los objetos que son necesarios para el bebé. Toda la ropita de “la nené” era blanquísima, olía a espliego y había sido previamente calentada. La madre la lavaba con las esponja y la ponía polvos de almidón pues la pequeña tenía una piel muy delicada.
Julián acostumbraba a coger en brazos a la niña y cada vez se le daba mejor. Poco a poco iba cogiendo más cariño a la pequeña, hasta tal punto que un día que se hizo pis, encima de él, manchándole los pantalones se rió enormemente, al igual que Nucha. Sentía una gran ternura hacia la primogénita del marqués, y no dejaba de mirarla y admirarla. Por el contrario, don Pedro, el padre de la criatura, nunca estaba por allí y apenas veía a la niña. El marqués había vuelto a sus cacerías llegando, en ocasiones, a permanecer fuera de los Pazos por semanas. También las cosas en el Pazo volvían a ser como antes de la llegada de Nucha. Sabel volvía a recibir allí a todas sus comadres, invitándolas a comer y Perucho ya no se escondía; más bien lo contrario. Siempre andaba por allí enredando. El capellán aún pudo mejor comprobarlo cuando una mañana que se levantó antes de su hora y bajó en busca de Sabel vió como ésta salía desaliñada de la habitación que ocupaba el marqués desde el nacimiento de su hija. Sabel y don Pedro volvían a mantener relaciones ilícitas. Sabel volvía a ser, en realidad, la señora del Pazo de Ulloa. Sabiendo eso… ¡¿Cómo iba a decir él misa esa mañana?!

Capítulo XIX

Julián decidió que no podía seguir allí. Tenía que marcharse de aquel lugar donde sólo había vicio y corrupción. A la hora de la verdad no era tan sencillo pues estaba unido a esa familia por la costumbre y por la niña. Se culpaba a sí mismo de su debilidad, de no tener agallas, de no haber sido capaz de echar a Sabel incluso a latigazos, si hubiera sido necesario. Pensaba que nunca debió volver pues debió imaginar que el marqués volvería a las andadas. Le habían vencido, el infierno le ganaba la partida. Mientras hacia la maleta se preguntaba, para sus adentros, cómo un hombre que tiene por esposa a una mujer tan castísima como Nucha prefería caer en los brazos de alguien tan vil como Sabel que, además, se iba a la menor ocasión con cualquier hombre. Mientras contaba los pañuelos que iba metiendo en la maleta recordó como le ponía uno a la pequeña mientras comía y por ello decidió aplazar su marcha para el día siguiente e ir a ver como “la nené” comía sus puches, intentando coger la cuchara. ¡Era tan graciosa!
Al ver a Nucha en la habitación, junto con su hijita, comprendió el por qué de la tristeza y ajado aspecto de la marquesa, de seguro que lo sabía todo. Ahora más que nunca debía quedarse él en los Pazos, por ella, para ayudarla. Nucha necesitaría un amigo y nadie mejor que él para serlo.
Por la noche, al bajar hacia la cocina encontró a Sabel rodeada de mujeres, entre ellas la vieja llamada “la Sabia” que estaba echando las cartas, por lo que se detuvo en la escalera para poder observar sin ser visto. Había restos del festín que se habían dado comiendo y bebiendo a costa del marqués. Incluso el malicioso Pepe Naya, que iba a moler trigo al molino de los Ulloa, estaba allí contando chascarrillos. En las cartas, interpretadas por la que el capellán consideraba una meiga, se podía ver, para el que lo entendiese, las figuras de don Pedro, de su esposa, de Sabel e incluso de él mismo. La lectura de las mismas hablaba de amores secretos de mucha duración, de riñas entre el matrimonio e incluso de la muerte de Nucha. También, por medio de una última carta, indicaba una feliz unión después de todo ello, sin duda la de Sabel con el marqués. La cocinera escuchaba con todo interés. Cuando descubrieron al capellán la “Sabia” se limitó a decir que se trataba sólo de un entretenimiento para reírse. Julián, sobresaltado, subió a su habitación temiendo por Nucha y su hijita. Pensaba que corrían un gran peligro. Comenzó a leer y, mientras lo hacía, escuchó claramente un chillido de terror. Salió de su habitación para ver qué ocurría. En el pasillo que dividía el archivo del cuarto de don Pedro encontró a Nucha arrimada a la pared, con el rostro desencajado y la mirada extraviada. El marqué, frente a ella, con un arma. El capellán se pusó en medio de ambos y Nucha, gritando, exlcamó: “¿qué hace usted?, ¡que se escapa!” Vió entonces Julián, avergonzado, que lo que asustaba a la marquesa era un enorme araña que se subía por la pared. El marqués intentaba matarla. Finalmente el animal se detuvo y don Pedro, lanzándole una bota lo mató. Después diría, refiriéndose a su esposa, que en la ciudad les criaban con demasiado mimo. Esa noche el capellán, mezclándolo todo, tuvo pesadillas.

Capítulo XX

A la mañana siguiente, al despertar, el capellán, al salir a dar misa, se figuró que la casa solariega no era sino el castillo prisión que había soñado en su pesadilla. A ello contribuía el cielo gris plomizo y el ululante viento. En cuanto pudo fue a la habitación de Nucha para tomar allí el chocolate caliente que siempre le llevaban por orden de la esposa del marqués y para ver a la pequeña. La madre le hizo un gesto de que guardase silencio pues la pequeña estaba a punto de dormirse mientras oía la nana que su madre la cantaba, aprendida a su vez de la nodriza. El canto, ¡lai…lai!, era una queja lenta y larga típico de las canciones populares de Galicia. Una vez depositó a la niña en su cuna y mientras Nucha hacia calceta, el capellán la preguntó si se la había pasado ya el susto de la noche anterior. Ella asintió aunque dijo que aún se encontraba un poco rara. Nucha confesó al capellán que desde que nació su hija sentía miedo por todo e incluso imaginaba cosas raras todas ellas relacionadas con la muerte, llegando a pensar que eran almas del otro mundo quejándose. Sabía que era algo enfermizo pero, por vergüenza, no se lo contaba al doctor Juncal. Julián le dijo que eso iba en contra de la fe y que no debía creer ni en aparecidos ni en brujería. Nucha contestó que ella no creía; de ahí que pensase que era una enfermedad a consecuencia de su debilidad. Ambos coincidían, de todas formas, que la casa daba miedo, sobretodo en invierno, opinaba la marquesa. Decía que no perecía la misma casa solariega y que ahora no se atrevía de salir de su habitación, ella que antes recorría todo el Pazo. Pidió al capellán que fuese con ella abajo porque necesitaba comprobar si había ropa blanca suficiente en los arcones. Además eso le serviría para quitarse esas aprensiones de la cabeza. El capellán, por su parte, temía por la salud de la marquesa pues podía coger un enfriamiento al recorrer los pasillos tan fríos.
Por el camino y ya en el claustro de abajo Nucha mostró al capellán una argolla en la que, según le había contado su esposo, los abuelos del marqués tenían atado a un esclavo negro. Hablaban de la crueldad y de los desmanes existentes en todas las épocas y la marquesa se preguntaba cómo los hombres cristianos podían hacer semejantes barbaridades. De pronto tronó y el capellán recomendó a Nucha volver a su habitación pero ella dijo que no ya que ahí mismo estaba la puerta del sótano. Buscó la llave para abrirla. Al hacerlo volvió a tronar y Nucha se asustó pues creyó ver que un gran perro se ponía en pie para atacarla. El capellán insistió en dejarlo y volver a la habitación pero ella dijo que estaba harta de ser tan boba imaginando esas cosas y que por ello tenía que entrar para demostrar que eran necedades. Pidió a Julián que encendiese una cerilla y buscó entre los objetos allí hacinados hasta encontrar con el arcón. Después pediría que se los subiesen. Salió de allí triunfante: había ganado la lucha contra el caserón que tanto la asustaba. Como proseguía la tormenta, al subir a la habitación, pusieron una vela al Santísimo y rezaron el Trisagio. Mientras rezaba, el sonido de los truenos hizo que Nucha perdiese los nervios y se pusiese histérica por el miedo que sentía. Necesitó que Filomena, el ama, la llevase, por orden del capellán, el frasco de la botica que contenía vinagre para que lo respirase.

Capitulo XXI

La marquesa mejoró con el paso de los días y el marqués organizaba una cacería en Castrodorna. Acudieron invitados a la casa solariega el notario de Cebre, el señorito Limioso, el abad de Naya, el de Boán y un cazador furtivo, alias “hocico de ratón”. Con ellos y sus perros, se llenó la casa de ruidos. Después de la cena, la hora del café era la mejor para los cazadores ya que contaban anécdotas cinegéticas con mentiras incluidas, por turno para que todos pudiesen contar las suyas. El que mejor las contaba era “hocico de ratón” que parecía el bufón de todos ellos llegando a provocar la sonrisa incluso hasta a Primitivo con sus historias de cacerías. Al hombre, acostumbrado a pasar día y noche al sereno esperando para cazar la pieza le era muy grato ser avisado para cazar con gente de la categoría del marqués de Ulloa y con ello, estar invitado a su casa y a su mesa. Don Eugenio, el abad de Naya, por su parte, contó la anecdótica conversación mantenida, tiempo atrás en el Casino, entre el canónigo Castrelo y un tal Ramírez de Orense. ¡A cuál más trolero! El primero decía que una mañana, en una cacería, mató a un tigre de Bengala y el otro, utilizando sus mismas palabras varió el final diciendo que él, a su vez, mató una sota de bastos… Todos rieron a carcajadas.
Julián, el capellán, atendía entretenido, a cada una de las historias que allí se narraban. Don Eugenio insistió en que al día siguiente iría con ellos para verles cazar y que, al otro días, podría regresar a la casa solariega. El capellán accedió pues sabía que en caso contrario capaces eran de llevarle a la fuerza.

Capitulo XXII

Salió con ellos al amanecer, teniendo que aguantar sus bromas por no llevar la indumentaria necesaria para la caza. Finalmente le forzaron a intentar cazar, dánole para ello una escopeta y un perro, Chonito. El abad de Naya le explicó la forma en que debía cazar. Se trataba de enviar al perro a localizar las perdices y, al hacerlas salir del escondite, él limitarse a dispararlas. Después de no ser capaz de tumbar ninguna pieza, a pesar de que Chonito se las había “puesto en bandeja” en varias ocasiones, el animal decepcionado por tan mal cazador se alejó corriendo de él, sin escuchar su voz llamándole. En la hora de la cena todos hicieron burla de lo acontecido al capellán, alabando la inteligencia del perro por dejarle plantado. Ahora, como penitencia por su torpeza, tendría que esperar a las liebres, a pesar del frío de la noche y del cansancio. Para cazar la liebre tenían que permanecer tirados en la tierra y no disparar a la hembra que era la primera en pasar corriendo velozmente ya que, tras ella, irían los machos quienes eran los destinados a ser cazados por los cazadores.

Capitulo XXIII

En los Pazos al capellán le había salido un rival, en el cariño hacia la heredera de los Ulloa: Perucho. El rapaz, desde que se coló un día en la habitación de Nucha y vió a la pequeña quedó encantado con ella. Había entablado una buena relación con la marquesa que le daba golosinas y calderilla (monedas) y no se separaba de la niña, incluso a riesgo de que el ama de cría le diese un pescozón. Se pasaba horas contemplándola y viendo como la pequeña le agarraba del dedo o le tiraba de uno de los rizos de su pelo. La niña también sentía un cariño especial por aquel muchacho ya que cuando le veía le brillaban los ojos y gustaba de meter uno de sus deditos por la oreja del muchacho o en el ojo, mientras gorgojeaba feliz. Incluso cuando empezó la dentición el único que lograba callarla era Perucho, manteniéndola en sus brazos. Según la pequeña iba entendiendo más el muchacho comenzó a llevarla juguetes animados encontrados él. Un día le llevó una rana atada por una pata, lo que hacia que ésta hiciese grotescas contorsiones que provocaba la risa de la pequeña. Otras veces la llevaba mariquitas, lagartijas, etc. Nucha se limitaba a reprenderle bondadosamente, y con afecto, ante semejantes ocurrencias que, por otro lado, eran las que más le gustaban a su hijita.
Un día entró el capellán en la habitación de Nucha y encontró allí que dentro de un colosal barreñón de loza, lleno de agua templada, reencontraba sentado Perucho manteniendo en brazos a la niña. La señora de Moscoso dijo que era la única forma de bañar a la pequeña. A Julián le extrañó que el rapaz se dejase bañar pues no le gustaba nada el agua, a lo que Nucha contestó que Perucho hacia cualquier cosa por estar con la niña y añadió: “¿no parecen un par de hermanitos”. Al levantar la mirada y ver la cara descompuesta del capellán, Nucha cayó en la cuenta de la verdad que había en las palabras por ella pronunciadas. A su vez, sus facciones se alteraron más no dijo una palabra, no tenía ánimo para ello. Perucho y la pequeña, ajenos a todo ello, continuaban en el baño. El rapaz sujetaba a la pequeña balanceándola mientras la decía cariñosas palabras, tal y como había visto a Nucha hacer. Repentinamente la marquesa se la arrebató sacándola del baño. La niña lloró y su madre, sin hacerla caso, la echó en la cuna, que se encontraba detrás de un biombo junto con la cama de la marquesa, sin apenas taparla bien. Volvió a donde estaba Perucho y le ordenó salir y no volver a entrar allí nunca, so pena de azotarle. Julián no sabía qué decir. Nucha, muy afectada aún le ordenó que llamase a la nodriza. Al salir el capellán encontró desnudo, aún mojado, acurrucado en el suelo y llorando a Perucho. El clérigo le llevó a recoger la ropa para que su madre le vistiese mientras el rapaz repetía que él no había hecho nada malo. La criatura no entendía qué había ocurrido para que la marquesa le tratase así.
Al regresar el capellán a la habitación estaba dispuesto a mentir si fuese necesario. Nucha confesó a Julián que ya, en otras ocasiones, se la había pasado por la cabeza pensar que ese niño era hijo de su marido pero que en ese momento, al ver su cara, había tenido la certeza de ello. Pidió al capellán le contase todo lo que él sabía. Por su parte el cura recurrió al subterfugio jesuítico diciendo que en el pueblo nadie sabía de quien era el hijo de Sabel, pero que seguramente sería de su amante, el gaitero de Naya con quién incluso llegó a pensar en casarse. Nucha recobró en parte la calma, aunque aún tenía extraviada la mirada y arrugado el entrecejo. Continuó diciéndole al capellán que no le creía aunque se lo jurase y que, estando enferma como estaba, le hacía mucho daño vivir esa situación de sospecha. En él era en el único que confiaba ya que le conocía desde siempre y por ello le pedía que dijese al marqués que, ¡por amor de Dios y su madre santísima!, echase a esa mujer de la casa. O se casaba Sabel y se marchaba o ella se volvería loca o… no terminó de decir la frase pero el capellán comprendió sus intenciones diciéndola que no podía quitarse la vida e insistiéndola en que sólo eran figuraciones suyas, mintiendo de nuevo. Decidió que si Julián no se lo decía a su marido lo haría ella. Aún tarde un tiempo en recuperar su aplomo.

Capitulo XXIV

En los Pazos entró una hechicera más poderosa que la vieja “Sabia”, la política. En las ciudades, al menos, los políticos candidatos aparentaban hipócritamente que les movían intereses generales nobles y elevados; por el contrario en las villas no se molestaban en disimular que los intereses eran egoístas, la vileza, la codicia y la ambición; todo ello mezclado con los rencores, envidias, rencillas, odios y vanidad. Desde la revolución se vivía pendiente de los que se hacía en las Cortes, queriendo resolver los problemas precipitadamente. Había dos tendencias: monarquía absoluta y la constitucional (democrática). En la comarca de los Pazos de Ulloa estaban representadas por dos cacique: el primero, un abogado llamado Barbacana, se declaraba carlista. La otra tendencia la lideraba el secretario del Ayuntamiento de Cebre, Trampeta, unionista bajo O’Donnell, partidario del liberalismo. En realidad ni al uno ni al otro les importaba la política ni lo que ocurriese en España, simplemente, al ser rivales, luchaban por dominar y para ello habían de ser antagonistas. A ellos se debían las cruces que se encontraban en los caminos, indicio de la muerte de alguna persona por mandato de ellos, techos de casas carbonizados u hombres presos de por vida. Barbacana era más autoritario, hipócrita y vengativo, pero gustaba de buscar las artimañas legales para destruir a sus enemigos. Por el contrario, Trampeta solía proceder con más precipitación y violencia, siendo más ingenioso y audaz. El primero urdía las fechorías y mandaba a otros realizarlas, el Tuerto de Castrodorna entre ellos, y sin embargo, el segundo las llevaba a cabo personalmente.
En las tabernas de Cebre, el día de feria, se hablaba de libertad de culto, derechos individuales, abolición de quintas, etc.; mientras que en las iglesias los sacerdotes, al terminar la misa, se dirigían a los feligreses manifestando sus opiniones al respecto. Se rumoreaba que el señorito de Limioso iba a Portugal a reunirse con otros absolutistas, en Tuy. En cuanto a las señoritas de Molende se decía que confeccionaban cartucheras y otros objetos bélicos. Sin embargo, los realmente entendidos en política sabían que la batalla sería política y se libraría en las urnas.
Trampeta iba a menudo a hablar con el gobernador, para hacer campaña y poco a poco iba ganando terreno. En cuanto a Barbacana, se había limitado a apoyar al candidato carlista designado por la Junta de Orense. Pronto se vió que dicho candidato era un hombre sin malicia para la política. No era de acción ni de intriga y en Cebre empezaron a caer en la cuenta de que Primitivo, el montero mayor de los Pazos de Ulloa, iba mucho por allí, especialmente a casa de Barbacana, el cual apenas salía de su casa por las amenazas de Trampeta.
Pronto se supo que, en los Pazos se reunían clérigos importantes y caciques de las cercanías los cuales, a veces, comían allí. Finalmente se retiró la candidatura del candidato de Orense y, en su lugar y apoyado por Barbacana, se presentaba a las elecciones el marqués de Ulloa. Al enterarse de ello Trampeta marchó a ver al gobernador y echaba la culpa de todo ello al Arcipreste y sobretodo a Primitivo, al cual acusaba de instigar al marqués para aceptar la candidatura. A estos últimos los tachaba de poca moralidad pues sabía que la hija del montero mayor estaba enredada con el marqués. Exclamaba que al menos el candidato al que habían retirado el apoyo era honrado. El gobernador, al contemplar la posible derrota de su partido, recriminó a Trampeta por ello y éste se limitó a decir que nadie se podía esperar que el marqués de Ulloa presentase su candidatura. Lo que más temían no era ya la influencia de la casa de Ulloa o el prestigio de éste ante los paisanos sino que era apoyado por Primitivo quien, para ellos, realmente era un cacique subalterno. Este hombre podía conseguir muchos votos ya que muchas personas le debían dinero, el cuál el mayordomo conseguía robando al marqués de Ulloa y prestándolo después con intereses. Con ese apoyo y el de los curas, Barbacana les derrotaría. Sin dudarlo el gobernador dio plenos poderes a Trampeta…
Don Pedro, el marqués, no tenía ideas políticas pero pensaba que si ganaba el partido que él representaba, se restablecerían los vínculos y mayorazgos. En realidad quería representar ese distrito por mera vanidad.
En esa época de campaña política los Pazos de Ulloa recibían continuamente visitas de aristócratas, caciques, clérigos y los festines y tertulias eran lo cotidiano. Por su parte, en la cocina, Primitivo también obsequiaba a los suyos con vino y buenas comilonas. El marqués, esos días, estuvo más amable e incluso mostró afecto hacia su hija mandado que la vistiesen con un vestido nuevo con bordados. También él cuidó más de su aspecto físico. Su esposa Nucha no asistía a la sesiones del comité y tan sólo hacia acto de presencia cuando la visita de alguien así lo requería y en cuanto podía se marchaba a su habitación. De lo que sí se encargó, ayudada por el capellán (el cual tampoco asistía a los actos de las asamblea pero sí se encargaba de realizar los escritos, por mandato del marqués, a causa de su magnífica caligrafía y correcta ortografía), fue de los arreglos y adornos de la capilla que había en los Pazos de Ulloa. La capilla - y lo que en ella había: imágenes, retablo, etc. - estaba en muy mal estado a causa del abandono, e incluso la faltaba gran parte del tejado. El marqués, a instancia del Arcipreste de Loiro que, en vida de la madre de don Pedro, había dado en ocasiones misa en dicha capilla quedó sorprendido al ver en las condiciones que ésta se hallaba, decidió acometer unos arreglos pues lo creyó vanidosamente conveniente, para demostrar el poderío de su nombre ante los demás, en plena campaña política. Tejaron el tejado y un pintor de Orense pintó y doró el retablo y los altares laterales. Nucha y Julián, solos allí, se dedicaban a lavar y barnizar las imágenes, peinar los rizos de la Purísima, de desvestir a los santos para arreglar sus ropajes y de volverlos a vestir una vez estos estaban listos. Asimismo fregaban la aureola del niño Jesús para que reluciese. Nucha también llevaba espadaña, hortensias y ramas verdes para ponerlas en los jarrones y adornar así los altares.
A pesar de la intimidad que allí había Julián no se atrevió a preguntar a la marquesa si había mantenido aquella conversación acerca de Sabel, con su marido; ahora bien, el capellán notaba no solo las ojeras de Nucha sino que cada día estaba más nerviosa e intranquila. Temía que la robasen a su hijita y apenas se separaba de ella. No consentía en que Perucho se acercase por allí y si le veía se alteraba. El niño se las ingeniaba para permanecer escondido cerca de la entrada a la capilla para poder ver a la niña entrar y salir y, de esa forma, hacerla mil garatusas con las cuales, la pequeña, se reía enormemente, moviendo todo su cuerpecillo en un inútil intento de lanzarse a los brazos de Perucho.
Un día Julián notó a la marquesa con un decaimiento físico y moral mayor de lo normal y pensó que ésta estaba enferma. Marcelina se limitó a decir que no la ocurría nada. Poco después el capellán observaba un círculo de color morado en las muñecas de Nucha, lo cuál le hizo sobresaltarse al recordar la violencia con la que él mismo había visto al marqués tratar a Sabel. Julián tomó las manos de la marquesa para cerciorarse de lo que había visto y en ese momento entraban por la puerta de la capilla las señoritas de Molende, el juez de Cebre, entre otros, acompañados por el marqués de Ulloa que quería mostrarles, orgulloso, los arreglos efectuados en la capilla de Los Pazos. Tanto Nucha como Julián mostraron cierta turbación y Primitivo, que iba detrás de todos ellos, clavó en el capellán su mirada directa y escrutadora.

Capitulo XXV

Las visitas de Trampeta al gobernador cada vez eran más frecuentes. De ellas podía dar cuenta su mula, la cuál, a fuerza de tanto viaje, cada vez estaba más flaca. En una de esas visitas Trampeta pidió al gobernador fondos para poder comprar votos ya que, en caso contrario, la posibilidad de salir vencedores en las urnas cada vez se alejaba más de ellos. El gobernador le reprochaba que él, en su día, dijo que sus contrincantes no tenían dinero para invertir en esas elecciones y que el marqués de Ulloa, a pesar de sus rentas, siempre andaba a la quinta pregunta. Éste le dijo que así era, en efecto y que aunque había pedido dinero a su suegro, el de Santiago de Compostela, padre de su esposa, éste no se le había podido dar al no tenerlo. Trampeta dijo al gobernador que era el segundo suegro quien le prestaba miles de duros. En un principio el gobernador quedó perplejo pero luego el cacique le recordó que se refería a Primitivo. El gobernador, recordando ya los chismes que tiempo atrás Trampeta le había contado, sabía que el montero mayor de los Pazos de Ulloa era padre de Sabel, la mujer que estaba enredada con el marqués y del cual tenía un hijo. No obstante preguntó al cacique de dónde sacaba este criado el dinero. Trampeta le contesto que quitándoselo al señor, engañándole en la administración de los Pazos, las cosechas, etc. Ante la pregunta de por qué quería prestárselo, Trampeta le dijo que así se aseguraba capital y amo. El gobernador creyó entenderle y dijo que así, si el marqués salía elegido diputado, Primitivo tendría más influencia en el país y sería más poderoso.
Trampeta miró asombrado al gobernador al escuchar tan gran simpleza. Contestó diciendo que en realidad el marqués no serviría en nada a los de su partido y, por el contrario, el zorro de Primitivo siempre conseguiría lo que quisiese tanto si estaba a su lado o al de Barbacana, sin necesidad de que don Pedro fuese diputado. Más aún, añadía, hasta poco antes era partidario suyo. El gobernador preguntó por qué se había cambiado de bando. Trampeta le contestó diciendo que porque sabía que el clero y los señoríos (Los Limiosos, los Méndez, etc.) siempre permanecen. Finalmente el cacique, apretando los puños exclamó que mientras no acabasen con Barbacana nada se podría hacer en Cebre y por supuesto diciendo siempre la consabida coletilla de “como usted me enseña”, refiriéndose al gobernador.
El gobernador lo que quería realmente saber es si sufrirían una deshonrosa derrota. Trampeta le contestó que, llegado el momento, alguna treta se le ocurriría, puesto que ni el diablo discurría tanto como él, y que en su cabeza algo daba vueltas pero que hasta que no llegase el momento oportuno la idea no saldría.
Mientras, en Cebre, el Arcipreste y Barbacana se reunían en el despacho del abogado. El arcipreste tenía gran afición por las contiendas electorales aunque él ya, por su edad, no formase parte activa en ellas.
En Cebre se hablaba de política hasta por los codos, estando al tanto de todo lo que ocurría en Madrid y de paso, enmendando la plana a los gobernantes y estadistas, por lo que se podía oír de continuo, poniéndose en la piel de esos políticos, frases como: “Yo, Presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada”, o “Yo que Prim, no me arredro por tan poco”; e incluso algún otro decía: “Pónganme a mí donde está el Papa, y verán como lo resuelvo mucho mejor en un periquete”.
Al salir de casa de Barbacana el Arcipreste se encontró con don Eugenio, el abad de Naya, marchando juntos a los Pazos. En el camino el Arcipreste hablaba de lo convencido que estaba de que ganarían las elecciones; por su parte el abad de Naya no lo tenía tan claro pues el gobierno, según decía, tenía mucho poder, pudiendo coaccionar a los votantes por medio de la Guardia civil. Además don Eugenio decía que en la villa de Cebre, dominada por Trampeta, estaban indignados con don Pedro Moscoso a causa del concubinato que éste mantenía con Sabel y de la bastardía de su hijo. Esa conducta amoral no era la que ellos querían que su representante político manteniese. Por su parte el Arcipreste lanzaba gritos llamándoles fariseos e hipócritas, lo cual provocaba la risa del abad de Naya. El Arcipreste decía que eso ocurría desde hacia siete años y nunca hasta ahora había importado.
Aún contó más don Eugenio al Arcipreste, provocando la sorpresa y el enfado de éste al escuchar semejantes calumnias. Al parecer alguien de los Pazos había dicho que la señorita Nucha y el capellán mantenían relaciones ilícitas. Y aún más, el abad de Naya añadía que el mismísimo Barbacoa había dicho que Primitivo le haría una perrería gorda en la elección. El Arcipreste exclamaba que eso pasaba ya de la raya y que no quería oír nada más.

Capitulo XXVI

Después de lo ocurrido en la capilla de los Pazos, Julián no se atrevía a preguntar a la señorita la causa de aquel moratón, limitándose a observar su evolución y la posible aparición de otros. Tampoco se atrevía a ir a su habitación pues creía que todos le espiaban, incluso los clérigos. Todos, excepto el abad de Naya, don Eugenio. El capellán echaba de menos a la pequeña - la cuál, en su lenguaje, expresaba todos sus afectos y deseos – y deseaba ayudar pero carecía de iniciativa. A veces sentía tentación de arremeter contra aquellos pecadores y después pensaba que lo que más le gustaría era ver a Nucha en un convento, en lugar de verla casada con don Pedro. Él asistía al drama e incluso temía un desenlace trágico pero tan sólo podía rezar cada día más y ayunar, pidiendo el favor de Dios, aunque a veces sentía deseos de escribir al don Manuel Pardo de La Lage, padre de Nucha, diciéndole lo que ocurría, después lo aplazaba para cuando terminasen las elecciones.
El capellán pensaba en la posibilidad de que, si el marqués era elegido como diputado, don Pedro se llevaría a su hija y esposa a Madrid. Al penar esto se sentía muy triste pues durante mucho tiempo no vería ni a la señorita, ni peor aún, a la pequeña. Se quedaría solo en los Pazos, o peor aún, con Sabel, Primitivo y su camarilla.
Se acercaban las elecciones y los Pazos se habían convertido en un verdadero cuartel general. Personas y mensajes entraban y salían continuamente, así como órdenes y contraórdenes. Los clérigos, partidarios de don Pedro, se pasmaban de que él, como capellán de Los Pazos, no tomase parte en nada.
Los partidarios del marqués, según el censo, contaban los votos de los suyos pensando en como aventajaban a los partidarios del gobierno. Sin embargo Barbacana se mostraba preocupado.
El día de las elecciones, en Cebre, Trampeta hizo alarde de todas las trampas habida y por haber que pudo, a fin de que los votantes del marqués no pudiesen votar, incluyendo en dichos actos no sólo la picardía sino también la violencia. Por su parte los curas acompañaban a los votantes para que no se dejasen influir por el miedo a Trampeta y sus hombres. Don Eugenio llegó a sentar en una de las mesas donde se depositaba la urna a Roque, uno de los labriegos adictos a Don Pedro, a fin de que no quitase los ojos de encima de la urna para evitar fraudes. Trampeta se impacientaba ya que había puesto, debajo de la mesa, otra urna que contenía votos a favor del partido que él quería resultase victorioso, para darle el cambio a la menor oportunidad. Llegó incluso a enviar a uno de sus hombres para que enredase a Roque llevándosele a comer y beber pero no lo consiguió. Como de esa forma no era posible y, a sabiendas de que el labriego mantenía un pleito en la Audiencia, en el que le habían embargado los bueyes y los frutos, se acercó a él diciéndole que había ganado aquel pleito el día anterior. El hombre, sorprendido se levantó y entonces los hombres de Trampeta, aprovechando el despiste, cambiaron las urnas. Momentos después el alcalde dio por terminadas las elecciones y procedió al escrutinio de los votos. Los partidarios del marqués quedaron atónitos al ver que el nombre de éste no figuraba en ninguna de las papeletas. Trampeta reía. Finalmente la balanza se inclinó a favor del candidato del gobierno a causa de la traición de los votantes de los Pazos de Ulloa que Primitivo había asegurado votarían por el marqués, tal era el caso del herrero de Gondás, los dos Pollens, el albéitar, etc. El montero mayor, se encolerizó amenazando a los tránsfugas. El único que se mostró estoico ante la inesperada pérdida de las elecciones fue Barbacana. El Arcipreste se sorprendió por ello pero Barbacana le comentó que él ya sabía que eso iba a ocurrir pero que aún así había que luchar por alcanzar la victoria que, por otro lado, moralmente era suya. Barbacana acusó de la traición a un Judás en particular, Primitivo. Al Arcipreste le costaba creerlo y dijo que, si él estaba convencido de que ese hombre iba a traicionar al marqués, debió de prevenirles. Barbacana contestó que en su sospecha estaba atado de pies y manos pues no podía probarlo. El Arcipreste hablaba de cómo se mofarían los de Orense por haber perdido ante su candidato. Barbacana le contestó que se limitarían a decir que no habían escogido un buen candidato. El Arcipreste mostró su disconformidad sobre ello. De repente escucharon un ensordecedor ruido que provenía de la Casa Consistorial, el secretario y los suyos estaban celebrando la victoria golpeando sartenes, haciendo sonar el almirez, tocando el cuerno, etc. El cura de Boán frunció en ceño mientras que el señorito de Limioso se aproximo a la ventana y miró al exterior, retirando el visillo; don Eugenio optó por tomarlo a broma. De pronto se escucharon voces exclamando un “muera”: Mueran los curas, muera la tiranía, muera el marqués de Ulloa, muera el ladrón faucioso Barbacana. También gritaban algunos “vivas”: Viva Cebre y nuestro diputado, viva la Soberanía Nacional…
En ese instante, desde un rincón en el que se encontraba, apareció al lado de la mesa del abogado un hombre que vestía con ropa de persona de baja condición en la ciudad. Se trataba del Tuerto de Castrodorna. Barbacana abrió el cajón y sacó de él dos pistolas, cerciorándose de que estuviesen cargadas, ofreciéndosela al hombre. Por su parte el Tuerto mostró el extremo de su navaja, haciéndola asomar por el borde de su faja. El Arcipreste se sobresaltó mucho y dijo que lo mejor sería salir por la parte de atrás. Por el contrario, el abad de Boán, el señorito de Limioso se habían puesto al lado del Tuerto y de Barbacana dispuestos a luchar si fuese preciso. Barbacana, para tranquilizar al Arcipreste, dijo que no temieran porque esos bocalanes no serían capaces ni de romper las vidrieras de su casa pero que había que estar prevenidos. El señorito de Limioso volvió a asomarse, levantando el visillo y llamó al abad de Naya para que viera que el gentío, borracho, se limitaba a bailar y hacer sonar los cacharros, a pesar de que Trampeta y sus hombres les incitasen a echar abajo la puerta de la casa de Barbacana.
El señorito de Limioso no conforme con estar sitiado por ellos habló de meterles miedo para que se fuesen. El abad de Boán y el Tuerto de Castrodorna, con el beneplácito de Barbacana estuvieron de acuerdo pero eso sí, sin utilizar las armas. Según palabras del señorito de Limioso a esa gente se la sacudía el polvo a base de palos y latigazos. Las armas eran para usarlas para las perdices y las liebres que eran más valiosas que los labriegos. Barbacana sacó de una habitación varios latiguillos, palos y bastones. Armados con ellos bajaron cautelosamente las escaleras. El Tuerto quitó la tranca que la criada había puesto en la puerta y salieron a la calle, lanzándose contra la canalla sin previo aviso. Barbacana quedó en su despacho mirando el espectáculo desde su ventana. Los despavoridos borrachos huían chillando en todas direcciones, como si cargase contra ellos un regimiento de caballería a galope.
A golpes lograron que el gentío desapareciese de la calle, haciéndose así el silencio. Lo vencedores volvieron a entrar en casa de Barbacana devolviéndole los materiales empleados para disolver al gentío. Don Eugenio que se había sentado en una butaca reía y daba palmas.
El Arcipreste consideró la posibilidad de que Trampeta tomase represalias contra el Licenciado (así llamaban a Barbacana sus amigos) por lo que sería conveniente que se quedasen allí a pasar la noche. Él no podía pues tenía que dar misa, al día siguiente, y porque su hermana estaría muy preocupada. Barbacana rechazó la idea y dijo que él sólo necesitaba a su lado al Tuerto. Así se hizo. Cuando ambos hombres quedaron solos mantuvieron una larga plática.

Capitulo XXVII

A quién más afectó la derrota fue a Nucha, en la cual aumentó el decaimiento físico y moral. Apenas salía de su cuarto, dedicándose exclusivamente al cuidado de su niña. El capellán, preocupado por ella habló con el marqués para que avisase al médico pero éste se negó ya que el doctor Juncal había hecho campaña contra él. Poco después Julián se encontró con él y al hablar de la señorita Marcelina, el médico le comentó que lo que la ocurría podía ser grave. El capellán se turbó aún más al no poder ayudarla pues ya ni siquiera se confesaba con él; de todas formas la idea de ver desnuda la hermosa alma de Nucha turbaba y confundía al capellán. Temía no saber guiarla a causa de su juventud, su inexperiencia y su poca sabiduría. También se consideraba a falta de la virtud necesaria para ello pues dudaba de la bondad de Dios al ver los sufrimientos de la mujer, no teniendo en cuenta de que Él podía enviárselos a modo de prueba, para mayor gloria de la mujer en el otro mundo. Julián pensó en que tenía que cambiar su actitud. Si Nucha le pedía ayuda él debía enseñarla a abrazar amorosamente la cruz que tenía que soportar, pues a través de ella llegaría a la verdadera y única felicidad, después de la muerte. Para ello Julián contaba con la ayuda del grabado del libro “Imitación de Cristo”, el cuál siempre tenía a mano. En él estaba dibujado el sendero hacia el Calvario y la subida de Jesús con la cruz a cuesta mientras miraba, en la lejanía, como un fraile se echaba otra cruz a cuestas. Un día, al dar misa diaria en la capilla, el capellán vió a Nucha de pie con el dedo índice puesto en los labios. Julián mandó a Perucho, quien ayudaba en misa al capellán, que saliese. El niño así lo hizo aunque a desgana.
Una vez a solas Nucha pidió al capellán que la ayudase a marchar de los Pazos, quería regresar, junto con su hija, a casa de su padre. Temía que si alguien se enterase de ello la encerrarían e incluso matarían a su hija. El sacerdote pensó que desvariaba, habiendo perdido sus facultades mentales. Julián, instándola a sentarse en un banco, la recomendaba paciencia y prudencia. Nucha le contestó que estaba harta de tener calma y que ya no aguantaba más. Había dejado que pasasen las elecciones pensando en que si su marido ganaba se irían de aquella casa en la que tanto terror pasaba. Nucha le pidió que lo hiciese por su hija pues temía morir, dada la fragilidad de su salud, y que la niña, al estorbar a Sabel y a Primitivo, fuese muerta por estos. La mujer peguntó al capellán si, al igual que a ella, no le parecía que su matrimonio tenía que salir mal puesto que el marqués tenia pensado en casarse con su hermana Rita en lugar de con ella, lo cual a su pesar provocó el enojo de la hermana mayor que dejó de hablarla. Le dijo que ella no quería casarse y que fue su padre el que la convenció para ello. A ella le bastaba con cuidar de su hermano y de su padre y, en todo caso, de no haber recibido la proposición de su primo, haberse metido a monja carmelita, como su tía Dolores. El capellán exclamó que ¡ojalá!
El capellán dijo que sabía todo por lo que estaba pasando, especialmente desde el día en que vió aquellos moratones en sus muñecas. Nucha le dijo que su marido la había echado en cara su pobreza cuando su padre se negó a prestarle dinero para su candidatura como diputado y también al enterarse que su madrina iba a dejar su herencia a Rita, en lugar de a ella. Aún así confesó al capellán que lo que más le dolió fue que don Pedro dijese que por culpa la casa de Moscoso quedaría sin sucesión. Ella pensó en su hija, la cuál era la heredera legítima. Sollozando dijo a Julián que a ella no la importaba sufrir todos los desprecios, incluso el que la criada, Sabel, ocupase su lugar pero que temía por su hija y que por eso le pedía que la acompañase en su huída. Le decía que no estaba loca, aunque sí nerviosa.
Julián y Nucha, en la capilla, comenzaron a planear la fuga. Se irían al amanecer, caminando hasta Cebre, bien abrigadas madre e hija. El portaría a la pequeña. Una vez en Cebre irían en berlina hasta la ciudad.

Capitulo XXVIII

Aquel día fue el último que Perucho ayudó en misa al capellán. El muchacho se había ido de allí a desgana y sin las dos monedas que Julián le daba al terminar la misa. Recordó el niño que su abuelo le había dicho que le daría dos cuartos cuando le avisase de que doña Marcelina y el capellán estaban solos en la capilla después de la misa. El muchacho fue en busca del abuelo para recibir sus monedas a cambio de la información. El rapaz, pasando por la cocina, llegó a la habitación que Primitivo utilizaba como despacho y allí encontró al abuelo haciendo columnas de monedas. Tan pronto le dio la noticia Primitivo salió y fue a preguntar a Sabel por dónde estaba el marqués. El muchacho estuvo tentado de coger un puñado de ochavos roñosos llamados “la moneda” del país ya que con ellos, en la feria, adquiría muchas cosas. Los aprisionó entre sus dedos pero después, quizá por la sangre de Moscoso que corría por sus venas, las soltó pues su conciencia le decía que eso era robar (no así tomar huevos, frutas o cualquier otro objeto que le pareciese bien hurtar). Salió de allí y corrió tras Primitivo que iba en busca de don Pedro, que estaba cazando pollos de perdiz cerca de Cebre, para reclamarle sus dos cuartos. Por fin dio alcance a su abuelo y éste le dijo que si le ayudaba a encontrar al marqués y le decía lo mismo que le había dicho a él, le daría cuatro cuartos en lugar de dos. Perucho tuvo la fortuna de encontrar a don Pedro y, en cuanto le contó lo que había visto, el marqués salió disparado hacia los Pazos. El rapaz, en un principio quedó confuso pero después fue en busca de su abuelo para contarle que había encontrado al marqués y para reclamarle los cuatro cuartos. De pronto escuchó las pisadas de un hombre que parecía no querer ser descubierto y el niño, escondido, pronto se dio cuenta de que era el Tuerto de Castrodorna, al cual conocía por la descripción que en varias ocasiones había escuchado a unos y otros en los Pazos, siempre hablando de él con terror. El hombre llevaba un trabuco. Desde su escondite Perucho pudo ver a su abuelo que iba a toda prisa en dirección a los Pazos pues debía haber visto al marqués ir hacia allí. Acto seguido el rapaz vio como el Tuerto disparaba a su abuelo y éste caía muerto. Perucho huyó a toda prisa hasta llegar lleno de magulladuras, sudoroso, jadeante y con la ropa hecha trizas a la capilla, y sin recordar los cuatro cuartos que habían sido el motivo de la aventura vivida. Al llegar allí el rapaz contempló una imagen que le impresionó aún más que la que había contemplado en relación a la muerte de su abuelo. La señora de Moscoso recostada en el altar temblaba y su color era el de una muerta. El marqués vociferaba muy deprisa en tono amenazador, al tiempo que utilizaba frases injuriosas llenas de ira. Por su parte el capellán, que en un principio imploraba, desafiaba al marqués. El niño, sin saber la causa de todo ese alboroto, veía al marqués atrozmente enfadado y recordó escenas vividas por él y por su madre. Pensó que don Pedro mataría a Nucha y al capellán e incluso que podría quemar la capilla. Al pensar en ello y en la muerte de su abuelo creyó que era el día de la general matanza y de repente pensó en la posibilidad de que el marqués matase a la nené, la hija de don Pedro y de la señorita Marcelina. Ello le dio impulso y energía para acometer la empresa que en ese momento pasaba por su cabeza: salvar a la heredera de los Moscoso.
Perucho subió a la habitación de Nucha tan sigilosamente que nadie le escuchó. Encontró la puerta entreabierta y entró muy despacio para no despertar a la nodriza que dormía en la cama de la esposa del marqués. La niña dormía y el rapaz la cogió con mucho cuidado para no despertarla. Bajó las escaleras y salió a través del claustro para no pasar por la cocina y ser visto. Allí pensó en el lugar donde podría esconder a la nené y decidió hacerlo en el hórreo, al ser el lugar menos frecuentado y el más oscuro. Llegó allí y subió por la escalera con mucha dificultad al portar a la pequeña. La niña despertó y lloró pero a Perucho ya no le importaba pues allí nadie podría oírla y quitársela. El niño, para a acallar a la pequeña, comenzó a decirla muchas chuscadas y zalamerias, utilizando el diminutivo. La niña calló en cuanto reconoció al rapaz, sonriéndole mientras pasaba sus manitas por la cara del muchacho. Perucho entretenía a la niña jugando con las doradas espigas que en el hórreo había. La niña reía a carcajadas. El niño la mecía con tanta suavidad, precaución y ternura que parecía fuese su propia madre. Estando allí con la nené se había olvidado del trabucazo que había recibido su abuelo. Perucho contó a la niña un cuento en el que un rey malo quería comerse a la nené pero que un pajarito la salvaba. Al terminar el cuento la niña había quedado dormida. Perucho la tapó y, aunque quería mantenerse despierto, el cansancio por todo lo vivido le hizo quedarse dormido junto a su querida nené. El rapaz despertó sobresaltado, como de una pesadilla. Era el ama nodriza, sofocada y furiosa, que le estaba pegando pescozones y cachetadas mientras le tiraba del pelo. El niño no pudo detenerla y la nodriza se llevó a la pequeña. Perucho lloró desesperadamente durante media hora por haber perdido a su nené.

Capitulo XXIX

El capellán nunca olvidaría aquel día en el que el marqués le acusó a él y a Nucha de haberle ultrajado, expulsándole de los Pazos de Ulloa y de cómo la señorita Marcelina no pudo defenderse de aquella acusación siendo ella, en realidad, la ultrajada por su marido. Tampoco olvidaría como se enfrentó a don Pedro, de hombre a hombre, utilizando terribles calificativos que nunca antes había pronunciado al ser un hombre habituado tan sólo a decir palabras de paz. También por siempre recordaría como marchó de allí sin recoger su equipaje e incluso ensillando él mismo, como pudo, a la yegua, sin despedirse de la pequeña. Asimismo recordaría como, en el camino, encontró el cuerpo muerto de Primitivo pensando anonadado y con gratitud que cualquiera que fuese el instrumento había sido dirigido por la mano de Dios, mientras se alejaba de allí. Ni olvida Julián como en Santiago todos hablaban de lo ocurrido en los Pazos y de la explicación que tuvo que dar, a modo de confesión, sin omitir detalle al arzobispo y cómo éste le envió a una parroquia de montaña muy apartada de allí, en el corazón de Galicia, en una especie de destierro. Dos estaciones más tardes Julián recibiría una esquela comunicándole la muerte de la señorita Marcelina. No sintió pena sino un sentimiento de alegría y bienestar al pensar que Nucha estaría en el cielo. La doctrina resignada de la “Imitación de Cristo” reinaba en su espíritu hasta tal punto que confirió a su alma una especie de insensibilidad haciendo que solo se ocupase de vivir tal y como lo hacían los lugareños, pensando en las cosechas, en las lluvias o en el buen tiempo y ocupándose de la reparación de la iglesia, de enseñar a los chiquillos a leer y de fundar una congregación de María para evitar que las mozas bailen los domingos y de dar misa. Julián vivía sin dichas ni amarguras pero eso sí, sin olvidar. Así transcurrieron los años hasta que un día, sorprendido, recibió un ascenso. Le trasladaban a la parroquia de Ulloa, en una especie de desagravio por parte del arzobispo para hacerle ver que la calumnia puede empañar el cristal de la honra, pero no mancharlo.

Capitulo XXX

10 años habían pasado desde la última vez que Julián estuvo en los Pazos de Ulloa. Él había cambiado, su cabello se había vuelto cano y había envejecido prematuramente, siendo su aspecto más varonil. Por el contrario los Pazos parecían haber desafiado al tiempo ya que en la huronera nada había cambiado, seguía siendo tan pesada, sombría y adusta como siempre. Sin embargo Cebre había progresado tanto moral como materialmente, e incluso se había fundado un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias; también se habían abierto algunos bazares. Los dos caciques, Barbacana y Trampeta seguían disputándose el pueblo pero, a causa de la avanzada edad del abogado la influencia política de éste había mermado en beneficio de Trampeta y sus ideas avanzadas.

El antiguo capellán de los Pazos llegó a la iglesia de Ulloa, comprobando el lamentable estado en el que se encontraba, el cuál era tal que tan sólo se sabía lo sagrado de su ser por una cruz que coronaba el tejadillo del pórtico. Entró y pudo ver una cruz baja, sobre tres gradas de piedra. Julián se detuvo ante la cruz. El clérigo se había vuelto muy indulgente con los demás, aunque más severo consigo mismo. Al pisar el atrio parecíole que alguna persona muy querida para él andaba por allí envolviéndole con su presencia. Se sorprendió al pensar que no era sino la señorita Marcelina. Sin duda una alucinación provocada por la vuelta a Ulloa. Quiso Julián cerciorarse de la muerte de la señora de Moscoso yendo al cementerio, para ello sólo tenia que empujar una puerta de madera y entraría en el recinto. Así lo hizo. Era un lugar sombrío, sin sauces ni cipreses, cuyos tres murallones estaban revestidos por hiedra y plantas parásitas. Julián pudo ver allí una cruz que sobresalía por encima de las demás y que tenía escrito en letras blancas un nombre. Se acercó y pudo leer que se trataba de la tumba de Primitivo. En la inscripción, con faltas de ortografía rezaba la siguiente frase: “Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma”. El sacerdote dijo una oración y marchó aprisa de allí. En ese momento se alzó de la cruz una mariposa blanca. Julián la siguió y la vio posarse en un mezquino mausoleo construido con piedras y cal y decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebre, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante que formaba la pared de la iglesia. Le palpitó el corazón pues enseguida se dio cuenta de que se trataba de la tumba de Nucha, aquella santa, víctima estaba allí sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor. Los sentimientos durante tanto tiempo reprimidos afloraron, interrumpiendo su oración y sollozó como un niño mientras frotaba las mejillas contra la fría superficie.

Repentinamente escuchó risas y cuchicheos y al volverse, confuso, contempló una pareja. El muchacho era el más guapo adolescente que pudiera soñar la fantasía, asemejándose a un arcángel. La niña, de unos once años, era espigada y al verla a Julián se le hería el corazón pues era sorprendente el parecido de ésta con su madre, la señorita Marcelina, con sus largas trenzas negras aunque su rostro era más moreno, su óvalo más puro, sus ojos más luminosos y su mirada más firme. Aunque enseguida los había reconocido hubo una circunstancia que le hizo dudar y se trataba de la forma en que ambos muchachos vestían. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, la hija de Nucha iba cubierta con un viejo traje de percal y, llevaba los zapatos tan rotos que parecía ir descalza.
París, Marzo de 1886.

PERSONAJES:

Don Pedro Moscoso de Cabreira: Marqués de Ulloa. Huérfano y de carácter brutal.
Sabel: Criada del marqués de Ulloa.
Don Julián Álvarez: Sacerdote. Administrador e instructor de Perucho.
Marcelina Pardo (Nucha): Esposa y prima del marqués de Ulloa.
Primitivo: Criado del marqués y padre de Sabel. Verdadero amo de los Pazos.
Perucho: Hijo bastardo del marqués de Ulloa y de Sabel.
Máximo Juncal: Médico que trae al mundo a la hija legítima del marqués de Ulloa y de Nucha.
Don Manuel Pardo: Señor de La large y tío del marqués de Ulloa y padre de Nucha.
Don Eugenio: Abad de Naya.
Barbacana: Cacique conservador.
Trampeta: Cacique liberal.
El Tuerto: Asesino de Primitivo.
“La Nené”: Hija legítima de los marqueses de Ulloa.
El señorito de Limioso: Perteneciente a una noble familia gallega arruinada.

Narrador: Omnisciente


Estructura interna y externa.

Podríamos dividir la estructura interna en 3 partes:
Planteamiento Capítulo I al VI.
Nudo: Capítulo VII al XXVI.
Desenlace: Capítulo XXVII al XXX.
Estructura externa: 30 capítulos estructurados en dos tomos. Primer tomo hasta el capítulo XI; segundo tomo, desde el capítulo XII hasta el XXX.

Espacios: rurales y urbanos. Su significado.

Espacios rurales: los Pazos de Ulloa y alrededores (Cebre…): Naturaleza salvaje, población sin cultura y dominado por el feudalismo y la iglesia.
Espacios urbanos: Santiago de Compostela: La civilización, la educación, la cultura, las buenas formas. Los personajes que de ellos provienen son sensibles y delicados, en contraposición a los nacidos en el ambiente rural.
En esta novela, al final la naturaleza gana a la urbe. La gente rural vence a los de la ciudad.


Tiempo:


- Externo: Referencias a personajes históricos de la época y a reformas constitucionales. – Interno: Dos períodos: el primero, comprendería la acción principal. El segundo, cuando Julián vuelve a los Pazos, diez años después de su marcha, en el último capítulo.

Estilo narrativo:

La escritora utiliza tanto el estilo semiculto como el coloquial, ambos en forma realista, espontánea y veraz. Estilo modernista y romántico. Descripción de paisajes y personajes. Utilización de galleguismos: rapaz, meiga, trasno, pucho, bico, chosco, porta, millo…


RESUMEN GLOBAL

La novela transcurre en la Galicia de finales del siglo XIX. Comienza con la llegada de don Julián, un joven sacerdote que, en lo sucesivo, será el Administrador del marqués de los Pazos de Ulloa e instructor de Perucho, niño de carácter rural e incivilizado que sólo está en compañía de animales. Don Pedro, marqués de Ulloa, hombre de bajas pasiones, ha de casarse con una prima suya, Nucha, que vive en la capital, para evitar la pobreza, aunque eso sí, tiene un hijo bastardo, Perucho, con Sabel, la criada. Una mujer con una belleza y temperamento tan agreste como lo es la tierra que pisan y que, ante la atónita mirada del capellán, se insinúa a éste, sin importarla que sea un sacerdote. Nucha, frágil y sensible, nunca se adaptará a la tierra hostil y agreste de los Pazos, ni a las gentes que allí habitan. La joven sólo se encuentra bien en compañía de Julián, el sacerdote, cuyo carácter es afín al de ella y en el único en quién confía. Por su parte, el sacerdote llega a enamorase de la esposa del marqués.
El joven sacerdote, en todo momento, intenta ejercer su sacerdocio en las personas que habitan en la casa señorial, viendo todo ello como pruebas que Dios le pone para probar la fortaleza de su fe, aunque se le haga cuesta arriba ver la crueldad con la que don Pedro trata a Perucho y a Sabel, a quienes en ocasiones golpea. Julián, al enterarse que Perucho es hijo bastardo del marqués y que éste mantiene relaciones pecaminosas con la criada Sabel, mujer que para el sacerdote encarna el pecado, anima al marqués a marchar a la ciudad en busca de una mujer, de su clase social, con la que casarse: una de sus primas, las hijas del Señor de La Largue. Él le acompañará en el viaje a Santiago y le aconsejará con quién ha de contraer matrimonio.
Don Pedro Moscoso parece haber cambiado tras su matrimonio con Nucha, volviéndose más humano y tierno pero después vuelve a ser el mismo: una persona irascible y brutal que rechaza a su esposa por ser enfermiza y por haberle dado una hija en lugar de un varón. Mientras tanto Nucha cuida de Perucho e intenta, junto con el sacerdote, civilizar al pequeño. La joven no sabe que el niño es hijo bastardo de su esposo ya que piensa que es, tan sólo, su ahijado.
Entretanto, Sabel, que pensaba casarse con el gaitero de Naya e irse a vivir con él, cambió de opinión y no sólo no se marchó sino que volvió a mantener relaciones pecaminosas con el marqués. Cuando Julián, el capellán, se enteró de ello, al verla salir de la habitación del marqués, estuvo a punto del irse del Pazo, tan solo su cariño hacia Nucha y su hijita hicieron que permaneciese allí.
Perucho había cogido mucho cariño a “la nene”, la hija de los marqueses y ésta a él ya que se reía mucho con él y no lloraba cuando el muchacho estaba a su lado. Nucha también quería mucho al chiquillo e incluso bañaba a ambos juntos. Un día Julián los vió y ante el comentario de Nucha de que los niños parecían hermanos, a éste le cambió la cara por lo que la mujer se dio cuenta de que así era. Desde ese momento su comportamiento hacia el niño cambió, echándole del baño y pidiendo a su esposo, el marqués de echase del Pazo a Perucho y a Sabel. El niño lloró amargamente pues no sabía el motivo por el que ahora era tratado tan mal y por qué le alejaban de la pequeña.
Se acercaba la contienda política entre dos bandos: el monárquico absolutista y el democrático. El marqués se presenta a la elecciones, a requerimiento de su criado, Primitivo, que es realmente quién está metido en política y quién urde todos los teje manejes económicos del Pazo, al parecer primero robando al marqués para después prestarle el dinero más intereses. El criado es quien manda realmente en la Hacienda y utiliza al marqués a su antojo, permitiendo eso sí, las relaciones ilícitas de su hija, al beneficiarle a él en sus objetivos, por ello, tanto él como su hija, ven con desagrado el matrimonio del marqués con Nucha, a la cual rechazan.

Don Pedro Moscoso pierde las elecciones y la marquesa cae enferma. Ve peligrar a su hija pues teme que pueda ser considerada un estorbo para el bastardo y pide a Julián, en la capilla de la iglesia del Pazo, después de echar de allí a Perucho, que la ayude a escapar, yendo con ella y su hija a casa de su padre. El capellán aceptó. Mientras, Perucho fue en busca de su abuelo para decirle que sacerdote y marquesa estaban solos en la capilla y luego en busca de su amo, el marqués ya que a cambio recibiría dinero. De vuelta a casa encontró a Primitivo muerto. Le habían disparado. Perucho encontró al marqués gritando a Julián y a Nucha y pensando que el marqués, lleno de ira, les pegaría, cogió a la pequeña y se la llevó.
Julián marchó del pueblo y fue enviado a una aldea a ejercer el sacerdocio. Allí se enteró que la marquesa había muerto. Diez años más tarde regresó a Los Pazos de Ulloa y fue al pequeño mausoleo en el que se encontraba enterrada Nucha. Lloró ante la tumba y después vió allí a un joven bien vestido, Perucho, al que acompañaba una niña harapienta que se asemejaba a Marcelina.
Los personajes de la novela se mueven entre la religión y la brujería, envolviéndose entre pasiones y política. Este resumen ha sido cedido por la Asociación Cultural SOFOS de Madrid