lunes, 20 de noviembre de 2023

POESÍA MÍSTICA A SAN JUDAS TADEO

San Judas Tadeo Los fieles siempre te piden que ayudes a solventar sus difíciles problemas nimios… si te tienen fe. Se acercan todos a ti con el fervor que les da saberte apóstol de aquel que muriendo nos salvó. Tú, pariente de Jesús, cerca estuviste de Él ¡Quién a negar se atreve los milagros que tus ojos con certeza presenciaron! Yo tengo que agradecerte el devolverme la fe, cuando apresada fui por la ciencia y el saber. La Física nubló mi alma, generó tan grandes dudas de la existencia de Dios que caí en el abismo de quién sólo cree en la razón. Más allí estabas tú, pronto, raudo a rescatarme. En mi mente apareciste pensé ti y en la vida que llevaste. Y de pronto sucedió ¿Un milagro? No lo sé, Más de lo que sí estoy segura Es que recobré la Fe.

EL VERDADERO AMOR

Dedicado a todas las madres 10, pero también a los hijos e hijas que han pasado por el mismo trance que yo y para aquellos y aquellas que, desgraciadamente, en algún momento de su vida también tendrán que vivirlo. Confieso que durante muchos años fui una romántica incurable. Siempre en busca del amor verdadero. Ese amor capaz de inmortalizarse en el tiempo y el espacio. Ese amor total en su inmensidad. Ese amor que no se desgasta ni deteriora con la convivencia. Ese amor que representa la entrega total hacia la otra persona. Ese amor que implica poner al ser amado por encima de uno mismo. Ciertamente creí encontrarlo en un par de ocasiones pero… ¡fiasco total! Ambos tipejos me salieron ranas. Con el transcurrir del tiempo me convencí de que tal tipo de amor no existía. Craso error. El amor que con tanto ahínco busqué siempre estuvo ahí, a mi lado… ¿Tan ciega estaba? No. Lo que ocurre es que, generalmente, hasta que no perdemos algo que siempre ha estado ahí no nos damos cuenta de que lo teníamos o… no lo valorábamos como debiéramos. Siempre estuviste a mi lado, cuidándome, protegiéndome, ayudándome. Nunca criticaste mi forma de pensar o de ser a pesar de los muchos errores que cometí. Siempre podía contar contigo. Recuerdo como, al divorciarme, venías a hacerte cargo de mi hijo pequeño. Eras tu quien me echaba una mano fregando cacharros, planchando y haciendo tareas de la casa. Tú, siempre tú. A pesar de tu edad eras incansable. Supongo que la naturaleza te daba fuerzas por ser lo que eras, mi madre. Sabías que tu hija te necesitaba y tirabas para adelante aunque te tuvieses que tomar un paracetamol para aliviar tu artrosis. Como toda buena madre luchaste por sacarnos adelante cuando papá murió en aquel accidente de tráfico y te dejo viuda tan joven. Me vienen los recuerdos de aquellos tiempos, trabajando fuera de casa y, al mismo tiempo, realizando las tareas domesticas pues, al ser nosotras tan pequeñas, en poco podíamos ayudarte. Para ti no había fiestas. Todos los días eran laborables. No salías por ahí. Olvidaste lo que significaba la palabra diversión. Siempre trabajando, cosiendo aquellas prendas que te traías del trabajo a casa para obtener más dinero con el que afrontar todos los gastos, procurando que nada nos faltase. Eso es amar. Quienes como yo han tenido una madre 10 y la han perdido sabrán perfectamente de lo que estoy hablando. Y es que, de seguro, habrá en el mundo millones de madres tan buenas como tú pero ninguna mejor. Me siento muy afortunada y doy gracias a Dios, a la vida, al destino o… simplemente al azar por haber nacido de ti. Ahora comprendo por qué, en los últimos meses de tu vida y con esa terrible enfermedad que hace que te olvides de todo nunca te olvidaste de tu madre y siempre la llamabas y decías que querías irte con ella, querida mamá. Sí, ahora lo sé y estoy convencida de que, también yo, cuando me llegue el momento… te llamaré a ti y querré estar a tu lado por toda la eternidad. Tú y yo eternamente unidas en un amor sin fin. Ese es el amor verdadero. Gracias, mamá.

UN HUERTO NO ES SÓLO UN HUERTO

Hacía años que no iba por allí a pesar de tenerlo al alcance de mi mano o, mejor dicho, de mis pies… Quería recuperar mi barrio, volver a vivirlo ya que, por asuntos familiares, apenas salía a comprar al mercado y al supermercado. Esa tarde me animé y crucé la carretera que me separaba del parque. Amenazaba lluvia pero no me importó. El ansiado reencuentro con ese verdor que tanto árboles como césped me brindaban me animaba a desafiar cualquier tormenta. Pareciese que, movidos por el viento, arbusto y ramas de árboles me saludasen alegres de verme después de tanto tiempo. Algunos charcos en el suelo causados por algún chubasco caído horas antes hacían que fuese sorteando el camino que me llevaba a aquel lugar que conocí en sus primeros tiempos: el huerto comunitario Ladis. Me emocionó traspasar sus puertas. Allí estaban algunos vecinos de mi barrio, los huertanos, trabajando en él. Más no fueron ellos quienes salieron a recibirme, en un principio. Tres guardianes salieron a mi encuentro: tres pequeños perritos ladraban según iba adentrándome en el huerto. Natural, no me conocían y me veían como una intrusa. ¡Cómo iban a saber ellos que yo pisé esas tierras muchos años antes que ellos! Eran inofensivos y muy graciosos. Enseguida se acercó uno de los huertanos a quien saludé y pedí permiso para visitar el huerto. Por supuesto me le dio encantado. A tan amables y encantadoras personas les gusta recibir visitas y mostrar, orgullosamente ese huerto al que tantas horas, trabajo y esfuerzo dedican. Le sonaba mi cara pero ya no me recordaba hasta que comenzamos a hablar y entonces cayó en la cuenta de quién era: una vecina comprometida con el proyecto del huerto desde sus orígenes. De aquella época, aquella tarde, solo vi a dos huertanos conocidos, el resto eran totalmente desconocidos para mí. Comencé mi paseo por el huerto y quedé admirada. ¡Cuánto había cambiado! La verde vida brotaba por doquier en los bancales en forma de hojas de calabacines, acelgas y tantas y tantas verduras y hortalizas. Ni un hueco quedaba sin cultivar. Árboles frutales con sus incipientes frutos se mezclaban con los árboles que ahí se habían conservado de la época en la que aquellas tierras eran parque. Los huertanos, con gran ingenio, habían construido con madera unas estructuras cuyo techo se veía cubierto de hojas de parra. También había preciosas rosas y otras flores de vistosos colores. El huerto lucía esplendoroso, bello, ¡tan verde! La alegría iluminó mi mirada. La brisa de la naturaleza había atravesado mi alma. Les felicité por tan buen trabajo. Me hablaron de una solicitud realizada a la Junta Municipal para ampliarle.¡Ojalá y la consigan!Les pregunté si ya no habían vuelto a tener problemas de vandalismo. Lamentablemente sí. Eso no había cambiado. Me comentaron que habían arrancado unas plantas de tomate y algunas cebollas. Simplemente por causar daño. Desgraciadamente en nuestra sociedad también crecen malas hierbas: gente que no respeta ni el trabajo ajeno ni la naturaleza bueno. Sinceramente creo que no respetan nada ni a nadie. Al salir de allí pensé: “¿quién dice que aquí no hay verde? ¡Que vengan a visitar el huerto! Afortunadamente en mi distrito hay otros huertos comunitarios, de seguro, tan exuberantes, bellos y bien cuidados como el nuestro y que también muestran los maravillosos frutos que el trabajo del hombre aliado con la naturaleza (y no en su contra) pueden dar para así poder disfrutar de ellos, aunque sólo sea como yo, paseando por entre sus bancales. Cruce de nuevo la calle y volví a encontrarme con el asfalto, los edificios pero en mi espíritu estaba la alegría de ese contacto con la naturaleza que, gracias al parque y al hermoso huerto comunitario, había tenido no pude por menos de exclamar: “¡un huerto no es sólo un huerto!” Rosa Castrillo

RELATO DE UNA COCINERA

Soy una espectadora asidua de los programas de cocina que echan por televisión. Mas mi motivación no es la usual. Veréis, cocino porque no me queda más remedio, ¡hay que comer y dar de comer a mi tropa! Lo hago pues por obligación que no por devoción. Al ver dichos programas no pretendo aprender a elaborar platos nuevos, por fáciles que sean de preparar. Y es que, en mi casa: sota, caballo y rey. A mi gente no les gustan las innovaciones por lo que casi todas las semanas cocino lo mismo. Eso sí, aunque de antemano saben lo que les voy a dar de comer lo que no saber es que día… ¡Sorpreesa! Lógicamente vario según la estación porque si se me ocurre meterles pa’l cuerpo un cocido en verano me lo tiran a la cabeza… ¿Por qué veo pues esos programas? Muy sencillo, porque me encanta escuchar lo siguiente: “ 150 gramos de harina, ½ kilo de pimientos, etc., etc. ¡Las medidas! Y es que en mi familia eso no se lleva. Cuando empecé a cocinar preguntaba a mi madre y tías y me decían lo siguiente: -Mamá, ¿cuánto pan rallado tengo que echar para preparar las albóndigas? -Pues lo que te vaya pidiendo la carne picada. ¡Manda güevos! -Tía, ¿cuántos minutos tengo que dejar hervir las gambas? -Pues lo que tardes en rezar un Padrenuestro. No te jode, pues eso dependerá de la velocidad con la que cada persona lo recé, pensé yo en ese momento… -¿Cuántos fideos tengo que echar en el caldo? -Pues los echas a ojo. O sea que depende de cómo tenga ese día la vista así tengo que echar de fideos… -¿Cuánto arroz tengo que añadirle a las lentejas? -Pues un puñado. ¡¿El puño de quién!? Y es que no todos tenemos la misma medida de puño… -¿Qué ingredientes tengo que comprar para hacer un gazpacho? -2 ajos, 2 pimientos (uno verde y uno rojo), 1 pepino, 1 kg. de tomates, sal, aceite, vinagre, y cominos. -Vale, pero, ¿cuánta sal, cuanto aceite, cuanto vinagre y cuánto comino? - Pues tú lo vas probando y según te sepa vas añadiendo más cantidad de una u otra cosa. Después de años de experiencia he ido capeando el temporal y, sin medir, preparando las comidas a mi aire. Y claro, a veces las lentejas y el arroz pueden hacer competición de natación en el caldo y otras se quedan más secas que el ojo la Inés. El gazpacho a veces le clavo y otras digo: “le falta algo”. Lo malo es que no sé qué...ni lo sabré. Lo bueno es que en mi casa, ni Cristo se atreve a rechistar. Las criaturas se lo comen esté como esté. Lamentablemente a ninguno de ellos les ha dado por querer obtener una estrella Michelín y saben que si se quejan les digo: “pues ahí tenéis la cocina. Toda vuestra….”

lunes, 3 de febrero de 2014

SARA Y EL HUERTO MÁGICO

Sara vivía en un sexto piso de una calle de una gran ciudad. Era una preciosa niña pecosilla de grandes ojos verdes que apenas contaba tres años de edad. Le gustaba correr, saltar, jugar con sus juguetes, estar con sus amigas… ¡y la comida basura! La mamá de Sara no veía la forma de darle una dieta equilibrada pues la pequeña no podía ni ver frutas y verduras. Eso sí, se volvía loca por comer pizzas y hamburguesas. Su madre, a veces, conseguía que su hijita comiese un poco de pescado, sopa y algún que otro filete de pollo o ternera. Pero la falta de vegetales en la dieta de la niña la tenía muy preocupada pues sabía que la mayor fuente de vitaminas se obtienen a través de la fruta y la verdura. Llegó el verano y ese año, en lugar de ir a la playa los padres de Sara decidieron ir al pueblo de los abuelos. ¡Hacia años que no iban por allí! Se hospedarían en casa de un tío, ya mayor, que era la única familia que tenían en el lugar. A los pocos días Sara parecía haber nacido allí. Lo que más le gustaba era acompañar al tío Jaro a la huerta. Cada tarde el hombre, con mucha paciencia, le explicaba todo lo que había plantado. También le mostraba los árboles frutales y le enseñaba sus nombres y los frutos que daban. Después la pequeña se sentaba en una silla y veía como el tío Jaro quitaba las malas hierbas y recogía pimientos, acelgas, lechugas y calabacines, entre otras hortalizas. A Sara le gustaba ayudarle a regar por lo que mientras el huertano regaba la huerta con la manguera ella hacia lo propio en los árboles frutales con una pequeña regadera que tío Jaro le llenaba una y otra vez. Aún así la pequeña seguía sin probar los productos huertanos. Fue entonces cuando uno de esos días el tío Jaro contó a Sara que aquel huerto era mágico. La niña le miró sorprendida, con la boca abierta y luego le preguntó qué tenía de mágico. Tío Jaro le dijo que si ella, al igual que su madre y él mismo tenían los ojos verdes era a causa de los vegetales de aquella huerta. Y añadió que si seguía sin querer comerlos con el tiempo irían cambiando de color perdiendo aquel tono verdoso. La madre de Sara nunca supo lo que motivó el cambio repentino que experimentó su hija, quien de pronto comenzó a comer acelgas, espinacas, calabacines, peras, manzanas y muchas otras frutas y hortalizas, aunque estaba convencida que aquellas semanas en el pueblo, viviendo en contacto con los productos de la tierra, de seguro tenían mucho que ver con él.

martes, 10 de diciembre de 2013

LA CONCIENCIA DORMIDA

Como si del cuento de Blancanieves se tratase, la conciencia de una gran parte de seres humanos (los que más riqueza tienen) parece estar dormida. Y es que la Bruja del cuento, en este caso el capitalismo salvaje, nos ha dado a probar la manzana envenenada del consumismo… Desde que ha llegado el Padre Francisco parece que brota un nuevo germen de vida, ¡esperemos que no venga la “guadaña” y lo sesgue (el invierno y su nieve, la del egoísmo)! No bastan las buenas palabras que el Papa Francisco I nos transmite, hay que actuar al igual que Jesús lo hizo. Él fue más allá. Él llamó ladrones a los sacerdotes. Pues lo dicho: “al pan, pan, y al vino, vino”. Al brote de vida al que hago referencia no es ese “brote verde” de la economía del que últimamente habla Rajoy. Me refiero a uno que traerá inmensos prados verdes a la humanidad: La esperanza del cambio. El cambio parece que en esta ocasión, en contra de cómo se supone (los políticos son los que deberían cambiar las cosas) vendrá por un cambio real de mentalidad que se producirá de abajo hacia arriba, especialmente a través de las raíces más tiernas pero con un mayor potencial: los niños, los hombres del futuro. Ellos están viendo y viviendo el significado real y el alcance de la crisis provocada por la globalización de un capitalismo desquiciado, fuera de sí, que existe en la actualidad. Pero al mismo tiempo, y paralelamente a ello, también se dan cuenta de que los que menos tienen son, por otro lado, los que más ayudan: ese es el verdadero germen de vida, la esperanza para el mañana: gente más humana, generosa, solidaria. Un ejemplo de ello es una iglesia de un barrio de la periferia de Madrid, en el cual el índice de pobreza es muy elevado. A ella acuden personas mayores, jubilados de escasos ingresos que aún así colaboran generosamente – dentro de sus posibilidades - con donativos y alimentos para ayudar a sus vecinos más desfavorecidos en la lucha por la supervivencia. Lo hacen a través del párroco el cual, por otro lado, aporta también dinero de su salario para contribuir con su granito de arena, junto con Cáritas, ONG’S y asociaciones de barrio a recaudar más dinero para que estas personas - porque son personas y no simples números en una hoja de estadística - puedan comer, pagar la luz, etc. Ese cambio se dará porque esta gran crisis está afectando a diferentes estratos involucrando con ello directa o indirectamente a la gran mayoría de los ciudadanos. Incluso los jubilados que podrían “respirar” tranquilos gracias a sus pensiones que, según dicen, están aseguradas, tienen hijos o nietos en paro y, por ende, los ayudan económicamente. Asimismo los que tienen el trabajo seguro (funcionarios, policías, militares, bomberos, etc.) también, de seguro, un gran número de ellos, tienen a familiares o amigos en tan terrible situación. Y es que… ¡se acabó el estado del bienestar! Podríamos - como cantaba Rita Hayworth en “Gilda”- echarle la culpa a “Mame” pero en realidad sí existen culpables: Por un lado el propio afán de consumo: el consumir por consumir y por otro y sobretodo, por los corruptos, los que evaden capitales, los que defraudan al fisco, los que quieren ganar dinero pagando sueldos míseros, los que manejan a su antojo las altas finanzas, etc. En definitiva: el egoísmo. Y es que estos últimos, personas que amasan verdaderas fortunas, no sólo son egoístas es que, aunque ellos se crean los más listos del mundo tal vez en realidad sean… ¡los más tontos!, porque, ¿acaso los faraones cuando se enterraron con todos sus tesoros se los llevaron consigo al “más allá”? ¡Ni de coña! Lo material se queda en donde la materia está. ¡Ah, que no son creyentes!, ¡que están convencidos de que nada hay después de la muerte! Bueno, pero… ¿y si lo hay? Deberían pensar en que sería mejor actuar un poco en base a ello, por si acaso… Y es que las acciones que se hacen, de fijo, sí quedan grabadas en el alma de las personas, como las huellas dactilares en nuestros dedos. Y yo no digo que se vuelvan franciscanos, ¡que no estaría mal! Es comprensible que les guste vivir bien (¡a nadie le amarga un dulce!, pero cuidado porque el exceso de dulce trae muy malas consecuencias para la salud… en este caso la del alma) y que quieran asegurar un bienestar a sus descendientes pero ¡ni tanto ni a costa de que tantos vivan mal! Pegarse la buena vida o “la vida padre” en un lujoso yate no es delito (si se ha ganado el dinero honestamente), pero es un tanto obsceno, moralmente hablando, mientras tantas personas se están quedando sin sus casas – e incluso suicidándose por ello - o no tienen qué llevarse a la boca por haberse quedado sin trabajo. Por otro lado sería conveniente y se alejaría del egoísmo individualista si cada trabajador - sea cual sea su trabajo - reconociese que ha logrado ese puesto gracias a una educación – al menos en mi país - que ha recibido en forma gratuita, mayoritariamente, y pensase en qué forma y proporción puede devolver al Estado y a los conciudadanos su esfuerzo. Por supuesto hay personas que han podido permitirse unos estudios “a base de talonario”, pero ellos también deberían de pensar en que si es así es porque sus padres han obtenido los ingresos necesarios para ello en base al resto de la población. Y conviene tener presente un buen refrán (sabiduría popular) castellano: “No es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita”. Y doy fe de que así es. Conocí a un hombre verdaderamente feliz, el tío Jaro. Era un hombre de campo que nunca salió de su pueblo para disfrutar de unas vacaciones; ni siquiera conoció el mar, pero su felicidad radicaba en sentirse bien allí, hablar con sus amigos en la plaza del pueblo e ir a tomar un café con ellos los domingos por la mañana y, sobretodo, disfrutar de la compañía de su familia en esas reuniones festivas y… su huerta. Trabajar la huerta y ver como daba su fruto le hacía sentirse feliz. Diría que es ahí donde tenemos que buscar la felicidad: en las cosas más sencillas que nos ofrece la vida. Hemos de darnos cuenta de que el verdadero sentido de la vida es la búsqueda de la realización personal que alcanzaremos sacudiéndonos de encima el egoísmo, siendo más humanos (generosos, solidarios, compasivos) y por ello hemos de procurar el bienestar social, en lugar del bienestar de consumo. ¿Por qué? Bueno, si se es cristiano – como he indicado antes - la respuesta es muy sencilla: cultivar un espíritu bondadoso que nos acerque a Dios es el sentido último de nuestra existencia. ¿Y si no se es? Pues aunque sólo sea por reparar la injusticia que hicieron con Jesús – que ningún mal hizo para morir como murió -. De esa forma, al menos, no murió en balde… aunque nada exista. Quisiera compartir la siguiente reflexión: ¿Qué es mejor salir en la lista de los hombres más ricos del mundo o en la de los más generosos? Sin duda, en mi opinión, que el nombre de uno figure en la segunda. La generosidad es lo más cercano al amor y, no olvidemos, que el amor sí da la verdadera felicidad. Pero mientras se produce ese cambio de mentalidad qué herramientas tenemos para combatirlo: el poder de cada uno de nosotros para cambiar todo. Colaborando y cooperando en lugar de compitiendo. Si cada uno de nosotros lo hace también cada uno de nosotros será ese “príncipe azul” que hará revivir la conciencia colectiva con la que construiremos una sociedad más humana y más justa.

jueves, 19 de septiembre de 2013

EL SONIDO DE LA QUENA

Nada pidió, no le dejaban. Los miró, me miró. Ambos pusimos caras de circunstancias. Entonces reaccioné. Me levanté del asiento y me acerqué a él para hacerle entrega del donativo que apenas unos instantes antes había extraído de mi monedero. Y es que ese hombre moreno de piel y cabello, venido de las américas, había logrado con su arte y magistral dominio de la quena, transportarme a los Andes. Por unos minutos no viajaba en Renfe Cercanías hacia Alcalá de Henares sino que estaba allá lejos, en el Altiplano, contemplando las montañas, el celeste cielo y el vuelo del cóndor. Aquel hispano, con el aire de sus pulmones había obrado el milagro de insuflar en mi alma – al tiempo que ese aire recorría ese instrumento musical de viento y salía diseminado por todos los orificios - una inmensa paz. Merecía no ya aquel pequeño óvolo que yo, modestamente, le entregaba como premio a su trabajo sino, como un verdadero artista que era, subir al escenario de cualquier teatro de Madrid y tocar allí para unos espectadores que, al escucharle, se entregarían totalmente. Más no era así la realidad. Lo que ocurrió a continuación es que, al parar el tren en la estación de Coslada y escoltado por dos guardias de seguridad, tuvo que apearse del vagón. Antes de hacerlo volvió a mirarme. Yo no había apartado mi vista de él y de aquellos hombres. Le sonreí y en voz queda le dije: “gracias”. Le agradecía que aquella bellísima melodía me hubiese librado por un breve tiempo de aquel tedioso run-run machacón del ruido del tren. Aquel descendiente de los incas había sido desalojado del tren por aquellos hombres implacables que cumplían con su trabajo y que, por ello, no podían apreciar su arte impidiéndole - por orden de alguien que seguramente no viaja diariamente a su trabajo en tren – ganarse de esta forma la vida sin molestar a nadie; más bien por el contrario alegrando y amenizándonos el viaje. Entonces pensé ¡qué trabajo tan poco gratificante aquel que, en lugar de amparar a los pobres…! Conclusión: Creo que todos deberíamos de tener en cuenta que la vida es corta pero la eternidad es muy larga. Por ello seamos menos egoístas y tendamos la mano a nuestros semejantes, especialmente a aquellos que más sufren.